Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación. La Escritura dice: “Todo aquel que en él cree, no será defraudado”.
Romanos 10:10-11
Esa es la declaración más clara en la Palabra de Dios de cómo ser salvo. Pablo lo hace muy sencillo. Dice que comienza con la confesión con la boca: “Jesús es el Señor”. No tuerzas esas palabras para que signifiquen que tienes que levantarte en público en algún sitio y anunciar que crees que Jesús es el Señor antes de que puedas ser salvo. Pablo no quiere decir que sea de esa forma, aunque no excluye eso. Significa que la boca es el símbolo del reconocimiento consciente para nosotros mismos de lo que creemos. Significa que hemos llegado al lugar donde reconocemos que Jesús tiene el derecho al señorío sobre nuestras vidas. Hasta este punto nosotros hemos sido los señores de nuestras vidas. Hasta este punto hemos manejado nuestros propios asuntos. Hemos decidido que tenemos el derecho de hacer nuestras propias decisiones de acuerdo con lo que queremos. Pero al obrar el Espíritu de Dios en nosotros, viene un momento en que vemos que la realidad de la vida como Dios la ha hecho es que nos demos cuenta de que Jesús es el Señor.
Él es el Señor de nuestro pasado, para perdonarnos nuestros pecados; Él es el Señor de nuestro presente, para vivir en nosotros, y para guiarnos y dirigirnos y controlar cada área de nuestra vida; Él es Señor de nuestro futuro, para guiarnos a una gloria al final; Él es Señor de nuestra vida, Señor de la muerte; Él es Señor sobre todas las cosas. Él está en control de la historia. Él está manejando todos los acontecimientos humanos. Él está al final de cada camino que el hombre emprende, y Él es el único con el que todos debemos contar. Es por eso que Pedro dice en Hechos 4:12: “Y en ningún otro hay salvación, porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos”.
No puedes leer el libro de Hechos sin reconocer que el credo básico de los cristianos primitivos era: “Jesús es el Señor”. Estos son días cuando oyes mucho sobre mantras, palabras que se supone que has de repetir cuando meditas. Te sugiero que adoptes esto como mantra: “Jesús es el Señor”. Dilo repetidamente, donde sea que estés, para recordarte a ti mismo de esa gran verdad. Cuando Pedro se alzó para hablar en el día de Pentecostés, este era el tema: “Jesús es el Señor”.
Pablo nos dice aquí que Jesús es el Señor, y si has llegado al lugar donde estás listo para decirte a ti mismo: “Jesús es mi Señor”, entonces Dios actúa. En ese momento Dios hace algo. Ningún hombre puede hacerlo, pero Dios puede. Comienza a obrar todas las cosas que están envueltas en esta palabra “salvo”. Tus pecados son perdonados. Dios te imparte una posición de valiosa justicia en Sus ojos. Te da el Espíritu Santo para vivir en ti. Te hace un hijo de Su familia. Te da una herencia para la eternidad. Eres unido al cuerpo de Cristo como miembro de la familia de Dios. Eres dado a Jesús mismo para vivir en ti, y vivirás una vida enteramente distinta a la que vivías anteriormente. Eso es lo que ocurre cuando confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios le levantó de los muertos.
Padre, estoy agradecido por estas palabras claras de Pablo. Hoy vuelvo a afirmar por confesión que “Jesús es el Señor”.
Aplicación a la vida
¿Es nuestra confesión verbal congruente con nuestra aceptación de Jesús como Señor? ¿Necesitamos revisar las implicaciones radicales de nuestra herencia como los discípulos de Cristo? ¿Es Jesús en realidad Señor de nuestro cuerpo, alma y espíritu?