Por eso eres inexcusable, hombre, tú que juzgas, quienquiera que seas, porque al juzgar a otro, te condenas a ti mismo, pues tú, que juzgas, haces lo mismo.
Romanos 2:1
Aquí Pablo habla sobre aquellos que juzgan a otros. El apóstol saca a relucir dos puntos sobre esta gente: Primero, dice que esta gente sabe la diferencia entre el bien y el mal; de otra forma no se atreverían a juzgar. El segundo punto que presenta Pablo sobre esta gente es que son culpables porque están haciendo la misma cosa ellos mismos. Los jueces son tan culpables como lo son las personas que tienen en juicio.
Cuando la gente moral, aquellos que toman orgullo en un grado de justicia y un estándar de ética, leen una declaración como ésta, les sorprende. “¿A qué te refieres? ¿Cómo puede ser eso?”. Me uso a mí mismo como ejemplo, simplemente porque soy un ejemplo tan excelente de lo que somos el resto de nosotros. Veo tres maneras en las que intento eludir el hecho de que soy culpable de lo que acuso a otros de hacer:
Primero, soy congénitamente ciego hacia mis propias faltas. No veo que estoy haciendo las mismas cosas que otros están haciendo, y, sin embargo, otras personas pueden ver lo que estoy haciendo. Todos tenemos estos puntos ciegos. Una de las más grandes mentiras de nuestra edad es la idea de que podemos conocernos a nosotros mismos. A menudo argumentamos: “¿No crees que me conozco a mí mismo?”. La respuesta es: “No, no te conoces a ti mismo. Estás ciego a grandes partes de tu vida”. Puede haber áreas que son muy hirientes y pecaminosas, de las cuales no eres consciente.
Me pillé a mí mismo el otro día diciéndole a alguien: “¡Relájate! ¡Tómatelo con calma!”. Sólo fue después que oí mi propia voz y me di cuenta de que no estaba relajado y no me lo estaba tomando con calma yo mismo. ¿Alguna vez les has dado un sermón a tus hijos sobre el pecado de la postergación? ¿Y después apenas entregaste tus impuestos a tiempo, o los entregaste totalmente tarde? ¡Qué ciegos estamos! Estamos congénitamente ciegos hacia muchas de nuestras propias faltas. Somos efectivamente culpables de hacer las mismas cosas que acusamos a otros de hacer.
Una segunda forma en la que intentamos eludir el hecho de que somos culpables de las mismas cosas que acusamos a otros de hacer es al cómodamente olvidar que lo que hemos hecho estaba mal. Es posible que estuviéramos más al tanto de nuestro pecado en el momento, pero, de alguna forma, simplemente asumimos que Dios lo va a olvidar. No tenemos que reconocerlo de ninguna forma; Él simplemente se olvidará de ello. Al desvanecerse el pecado de nuestra memoria, pensamos que se desvanece de la Suya así mismo. Considera nuestros pensamientos. En el sermón del monte aprendemos que si albergamos un sentimiento de animosidad y de odio hacia alguien, entonces somos culpables de asesinato, tal y como si hubiéramos tomado un cuchillo y lo hubiéramos clavado en el pecho de la persona. Pensamos que estas cosas pasarán desapercibidas, pero Dios las ve en nuestro corazón. Él ve todas las acciones que hemos cómodamente olvidado. Nosotros, que condenamos estas cosas en otros, nos encontramos culpables de las mismas cosas. No es extraordinario que cuando otros nos maltratan siempre pensamos que es una cosa muy seria y que requiere corrección inmediata. Pero cuando nosotros maltratamos a otros, les decimos: “¡Estás haciendo una montaña de un grano de arena!”.
La tercera manera en la que tratamos de eludir el hecho de que somos culpables de las mismas cosas de las que acusamos a otros es al ingeniosamente renombrar las cosas. Otra gente miente y hace trampas; nosotros simplemente estiramos la verdad un poco. Otros traicionan; nosotros simplemente estamos protegiendo nuestros derechos. Otros roban; nosotros tomamos prestado. Otros tienen prejuicios; nosotros tenemos convicciones. Otros asesinan y matan; nosotros explotamos y arruinamos. Otros violan; nosotros polucionamos. Clamamos: “¡Esa gente debería ser apedreada!”. Jesús dice: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella” (Juan 8:7). Si, somos culpables de las mismas cosas que acusamos a otros de hacer.
Padre, gracias porque eres el Dios de la verdad. Tú no engañas; Tú dices la verdad franca, rigurosa, desnuda, para que pueda saber exactamente lo que soy y lo que puedo hacer sobre ello. Sálvame, Señor, de la locura de intentar proteger y racionalizar y justificar estas áreas de maldad en mi vida. Concédeme la gracia para confesar y ser perdonado.
Aplicación a la vida
¿Cuáles son tres consideraciones personales que necesitamos tomarnos en serio antes de juzgar el pecado de otros? ¿Somos abiertos y honestos a la convicción del Espíritu Santo y a la instrucción de la Palabra en cuanto a nuestros pecados personales del corazón y la mente?