Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no habita el bien, porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que está en mí.
Romanos 7:18-20
Pablo dice que, como cristiano redimido por la gracia de Dios, ahora hay algo dentro de él que quiere hacer lo bueno, que está de acuerdo con la ley, que dice que la ley es correcta. Hay algo dentro de mí que me dice que lo que la ley me dice es correcto, y lo quiero hacer. Pero también hay otra cosa en mí que se subleva y dice: “¡No!”. Aunque determino no hacer lo que es malo, de pronto me encuentro a mí mismo en tales circunstancias que mi determinación se desvanece, mi resolución desaparece, y acabo haciendo aquello que había jurado no hacer.
Así que, ¿qué es lo que ha ocurrido? La explicación de Pablo es: “Ya no lo hago yo, sino el pecado que está en mí”. ¿No es eso extraño? Hay una división en nuestra humanidad. Hay el “yo” que quiere hacer lo que Dios quiere, pero también hay el pecado que vive en “mí”. Los seres humanos son criaturas complicadas. Tenemos en nosotros un espíritu, un alma y un cuerpo. Estos son distintos. Pablo está sugiriendo aquí que el espíritu redimido nunca quiere hacer lo que Dios ha prohibido. Está de acuerdo que la ley es buena. Y sin embargo, hay un poder extraño, una fuerza que Él llama pecado, una gran bestia que yace todavía en nosotros hasta que es conmovida por los mandamientos de la Ley. Entonces brota a la vida, y hacemos lo que no queremos hacer.
Esto es con lo que todos nosotros luchamos. El clamor del corazón en ese momento es: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Romanos 7:24). Aquí llegas al punto donde el Señor Jesús comenzó el sermón del monte: “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mateo 5:3). Bienaventurado el hombre que llega al final de sí mismo. Bienaventurado el hombre que ha llegado a la bancarrota espiritual. Porque este es el punto ―el único punto― donde la ayuda de Dios es dada.
Esto es lo que necesitamos aprender. Si pensamos que tenemos algo de nosotros mismos con lo que podemos resolver nuestros problemas, si pensamos que nuestras voluntades son lo suficientemente fuertes que podemos controlar la maldad en nuestras vidas, al simplemente determinarnos a hacerlo, entonces no hemos llegado al final de nosotros mismos. Y fracasamos, y fracasamos miserablemente, hasta que, al final de nuestros fracasos, clamamos: “¡Miserable de mí!”. El pecado nos ha engañado, y la ley, como nuestra amiga, ha venido y ha expuesto el pecado. Cuando vemos lo miserable que nos hace, entonces estamos listos para la respuesta, que viene inmediatamente en el versículo 25: “¡Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro!”.
¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? El Señor Jesús ya lo ha hecho. Hemos de responder a los sentimientos de miseria y fracaso, a los cuales nos ha traído la ley a causa del pecado en nosotros, recordándonos a nosotros mismos inmediatamente de los hechos que son ciertos de nosotros en Jesucristo. Ya no estamos bajo la Ley. Estamos casados con Cristo, Cristo levantado de entre los muertos. Ya no debemos pensar: “Soy un pobre discípulo en aprietos, desconcertado, dejado solo a luchar contra estos poderosos deseos”. Ahora debemos pensar: “Soy un hijo de Dios libre. Soy muerto al pecado y muerto a la ley, porque estoy casado con Cristo. Su poder es mío, en este mismo momento. Aunque no sienta nada, tengo el poder para decir que no y marcharme y ser libre en Jesucristo”.
Gracias, Padre, por la sencilla enseñanza de este pasaje. Ayúdame a entender que soy libre de la ley una vez que ha hecho su obra de traerme al conocimiento del pecado. No me puedo controlar a mí mismo por esos medios y librarme a mí mismo de la maldad, pero puedo descansar sobre el poderoso Salvador que me librará.
Aplicación a la vida
¿Cuál es el propósito de la Ley? ¿Qué efecto tiene nuestra nueva identidad como la novia de Cristo en nuestro deseo de vivir complaciéndole a Él? ¿Tenemos el poder para resolver el conflicto continuo del espíritu en contra del alma y el cuerpo? ¿Estamos rindiendo nuestra incompetencia a Su poder incomparable?