Hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos actuado impíamente, hemos sido rebeldes y nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus ordenanzas. No hemos obedecido a tus siervos los profetas, que en tu nombre hablaron a nuestros reyes, a nuestros príncipes, a nuestros padres y a todo el pueblo de la tierra.
Daniel 9:5-6
La oración de Daniel comienza con una confesión de pecado. Pero la cosa extraordinaria es que este hombre, de acuerdo a su crónica, no tiene ningún pecado cargado en su contra. Ni una sola vez en las Escrituras se nos dice que Daniel hiciera cosa alguna que estuviera mal. Ahora, estoy seguro que hizo cosas malas. Ciertamente, el pecado debió de aparecer en su vida, porque las Escrituras nos dicen que ningún hombre es sin pecado, pero la crónica no nos da ningún relato sobre ello. Pero en formas específicas Daniel confiesa su propio pecado y el pecado de su pueblo. Dice: “Hemos pecado; hemos cometido iniquidad; nos hemos apartado de tus mandamientos; no hemos escuchado”.
Esto está apuntando a algo que a menudo falta de nuestras propias oraciones. ¿Cuántas veces las incluimos en una confesión sincera y honesta de pecado? No hay nada más difícil para nosotros que el admitir que estamos equivocados; sin embargo, el hacerlo es una cosa honesta y realista. Dios no nos pide que confesemos nuestros pecados porque está intentando humillarnos o castigarnos. Más bien, nos pide que lo hagamos porque nos mentimos a nosotros mismos, somos deshonestos con nosotros mismos, somos ingenuos sobre nuestras propias vidas, y Él es el realista definitivo. Dios siempre se encarga de las cosas exactamente como son y dice que no hay forma en que podamos ser ayudados a menos que comencemos a hacer la misma cosa. Nos pide, por lo tanto, que comencemos por reconocer las áreas donde nos hemos equivocado.
Es por eso que tenemos las Escrituras. La Palabra de Dios es como un espejo. Muchos de nosotros, sin embargo, tendemos a ignorar las Escrituras porque sabemos que esto es verdad. Si miras la Palabra de Dios, al espejo de la Palabra, pronto ves exactamente cómo eres, y eso no es siempre agradable. Es por esa razón también que se nos dan otras personas. Ya que no podemos vernos como somos, Dios gentilmente pone a otra persona en nuestra vida para ayudarnos a vernos a nosotros mismos. Es por eso que es estúpido el resistir lo que otros te están diciendo. Si una persona te dice algo que es desagradable, quizás seas capaz de desecharlo como viniendo de un punto de vista perverso, y quizás tengas razón. Pero, cuando media docena de personas te dicen la misma cosa, más vale que empieces a escuchar, porque te están diciendo algo que es verdad que tú no puedes ver. Hasta que no empieces a verte a ti mismo realísticamente, estás viviendo en un mundo de fantasía, estropeando todo lo que tocas, porque no ves la realidad, no ves lo que realmente está ahí. La cosa más útil que podemos hacer en nuestra vida de oración, por lo tanto, es tomarnos un momento al comienzo de nuestra oración para enfrentarnos a lo que la Palabra de Dios dice que está mal en nuestras vidas: nuestra falta de amor, nuestra brusquedad, nuestras actitudes cáusticas, nuestra tendencia de defendernos a nosotros mismos y a rebajar a otros. Es aquí donde comienza Daniel. Todo esto es resumido en una gran palabra que se encuentra muchas veces en las Escrituras, la palabra “arrepiéntete”. Cuando nos arrepentimos, empezamos a corregir cosas en nuestra vida; comenzamos a tratar honestamente con nosotros mismos y con otros.
Padre, te confieso mi pecado. Gracias por la Palabra de Dios y por la gente que has puesto en mi vida para serme un espejo. Ayúdame a escuchar y a venir a Ti en genuino arrepentimiento y fe.
Aplicación a la vida
¿Cuál es una dimensión esencial en nuestras oraciones que puede que estemos evitando? ¿Cómo respondemos cuando somos precisamente enfrentados por otros y por la Palabra con un pecado que no ha sido confesado? ¿Cómo afecta esa evasión orgullosa a nuestras oraciones y nuestras comunicaciones con otros?