Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciera. Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo existiera.
Juan 17:4, 5
Esta oración fue orada antes de la cruz, pero en su ámbito alcanza más allá e incluye la cruz. Nuestro Señor supo a donde iba; sabía lo que iba a estar haciendo en las próximas horas y lo que se conseguiría. Esa obra incluía más que la cruz. Abarcaba Su ministerio de sanación y misericordia, y hasta esos treinta años de silencio en Nazaret. Eran todos partes de Su vida, Su obra, la cual el Padre le había dado para hacer.
Incluye esto para indicarnos el carácter de Su obra mientras que estuvo aquí. Está sugiriendo que Su obra estaba caracterizada por un continuo vaciado de Sí mismo, o sea, el dejar a un lado la gloria. Ahora que ha llegado al final, está listo para resumir la gloria que era propiamente Suya, pero está pensando de los treinta y tres años de Su vida y reconociendo que durante ese tiempo había voluntariamente rendido Su derecho a ser adorado, Su derecho a la gloria que le pertenecía a Dios. Jesús está resaltando que la obra que glorificaba al Padre era esencialmente una de vaciarse de uno mismo.
Estamos tan confundidos sobre esto. Pensamos que Dios está interesado en nuestra actividad, que hay ciertas búsquedas religiosas que podemos desempeñar con las cuales Dios estará contento, sin importar el estado de ánimo con el que las hacemos. Es por esto que a veces nos arrastramos a nosotros mismos a la iglesia semana tras semana cuando tenemos poco interés en asistir a la iglesia, porque pensamos que el asistir a la iglesia es lo que Dios quiere. ¡Qué poco entendemos a Dios! No es actividad lo que Él desea. No era meramente lo que Jesús hacía lo que glorificaba al Padre. No era Su ministerio de misericordia y las buenas obras. Otros han hecho cosas similares. Pero era el hecho de que a lo largo de Su vida tenía un corazón que estaba listo para obedecer, un oído que estaba listo para oír, una voluntad que estaba lista para ser sujeta al Padre. Era Su voluntad de estar siempre listo, de estar siempre dándose de Sí mismo, que glorificaba a Dios.
Hay muchos libros escritos sobre el llamado “precio del discipulado”. Declaran, de una manera u otra, que para tener poder con Dios debemos pagar un alto precio. En varias maneras declaran que para convertirte en un cristiano victorioso, un cristiano efectivo, esto requiere un discipulado difícil y demandante. Este tipo de literatura no me impresiona para nada. Hemos puesto el carro enfrente del caballo. No quiero decir que tal aproximación sea mentira, ya que el hecho es que la obediencia a Dios significa decir que no a muchas otras cosas. No quiero decir que el vivir para la gloria de Dios no nos cueste, de hecho, ciertos placeres imaginarios y relaciones que quizás queramos retener. ¡Pero mayor que el precio del discipulado es el precio de la obediencia! Es ahí donde se debe poner el énfasis.
Qué bien conocemos ese precio. Qué tremendo estrago nuestra desobediencia, nuestra negativa de dar de nosotros mismos, toma en nuestras vidas en términos de frustración, de espíritus de inquietud, de acciones vergonzosas y degradantes, que esperamos que nadie descubra; los esqueletos que traquetean en nuestros armarios; las disposiciones irritadas que nos mantienen en un frenesí nervioso todo el tiempo; la debilidad, la falta de carácter, la forma en la que seguimos lo que hacen las multitudes; la mojigatería, la petulancia, la religiosidad que llamamos cristianismo, que es un hedor en las narices del mundo y una ofensa ante Dios y el hombre. ¿No son estos el terrible precio que pagamos por nuestra negativa de cedernos a la señoría de Cristo? Decimos que queremos hacer la voluntad de Dios, mientras que sea lo que nosotros queremos hacer. En el centro de nuestras vidas el “yo” es todavía rey, y ése es el problema. Nuestra gloria es lo que vemos. Todavía queremos lo que queremos, y no estamos dispuestos, como lo estaba Jesús, a andar contentamente en obediencia. Pero eso es lo que glorifica al Padre.
Padre, que esté yo entre aquellos que están dispuestos a desechar sus vidas por Jesucristo, a ser completamente descuidados de lo que nos ocurra a nosotros, para que Él pueda ser glorificado.
Aplicación a la vida
¿Contamos conscientemente o de otra forma en que nuestras “buenas obras” compensaran nuestras actitudes interesadas? ¿Está la gloria de Dios motivando una obediencia contenta al llevarnos Él por una senda de rectitud a causa de Su nombre?