Entonces dije: “¡Ay de mí que soy muerto!, porque siendo hombre inmundo de labios y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos”.
Isaías 6:5
Al observar Isaías la majestad de Dios, su reacción inmediata es verse a sí mismo con una nueva luz. Cuando nos vemos a nosotros mismos a la luz de la grandeza de Dios, entonces es cuando nos damos cuenta de lo lejos que hemos caído de esa maravillosa imagen. Viendo su propia contaminación, Isaías gime: “Soy hombre de labios inmundos”.
Las Escrituras utilizan frecuentemente el símbolo de los labios, la lengua o la boca para revelar lo que está en el corazón. No lo que entra por la boca contamina al hombre. No es lo que comes, lo que te vistes o lo que lees lo que te contamina. Es lo que sale del hombre, de acuerdo a Jesús, “porque del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias” (Mateo 15:19).
Fíjate en lo que no dice: “¡Ay de mí! Pues soy inútil”. Las Escrituras nunca enseñan que el hombre es inútil. De hecho, Jesús enseñó todo lo contrario. ¡Dijo que era una pena que el hombre ganara el mundo entero pero se perdiera a sí mismo! Así de valioso es el hombre. Aun el mundo con todos sus reinos, riquezas y gloria, no vale la vida de un solo individuo. Lo que Isaías ve y lo que declara es: “Estoy perdido. Estoy arruinado, contaminado. ¡Ay de mí!”. Hay un momento de temor, un sentido de haber fallado y un gemido de desesperación al ver lo lejos que está de siquiera poder estar al nivel de la integridad y belleza de Dios.
Cuando Isaías vio la majestad de Dios, le sobrevino un ardor en el corazón, un deseo de ser usado por Dios, de tener parte en el glorioso trabajo de Dios. No hay mayor hambre que el hambre de ser utilizado por Dios. Pero cuando Isaías fue consciente de esa hambre, también fue consciente de que no era digno de ser utilizado; lo estropearía todo si lo intentara. Éste no es un sentimiento agradable, pero es un sitio de esperanza al que llegar, porque el orgullo es el origen de toda la maldad humana. Toda la agonía de la vida fluye de nuestro sentimiento de que nos merecemos más de lo que estamos consiguiendo. Queremos ser más grandes, mejores, o queremos que se nos note más que a otros. La humildad, por el otro lado, es el origen de toda virtud. La primera de las bienaventuranzas en el sermón del monte corresponde a lo que declara Isaías de sí mismo al ver la majestad de Dios: “Bienaventurados los pobres en espíritu [los que están en bancarrota, los que reconocen que no tienen nada por sí mismos], porque de ellos es el reino de los cielos” (Mateo 5:3). Dios trabaja constantemente en nuestras vidas para que tengamos la misma conciencia que Isaías.
Si te sientes de esta forma, dale gracias a Dios por ello, ya que Dios nunca utiliza a nadie sin antes hacerle consciente de sus propias debilidades. Muchos se encuentran incapaces de hacer lo que quieren. Se sienten impotentes, incapaces de controlar su propio destino. Todos nosotros nos encontramos con momentos de verdad cuando vemos lo que Isaías vio, que la causa de nuestros problemas es nuestra propia contaminación interna. Cuando te veas a ti mismo de esta forma, dale gracias a Dios por ello, porque puede ser tu momento de sanación.
Gracias, Señor, por aquellos momentos en mi vida cuando he estado tan consciente de mi propia debilidad y pecado. Ayúdame a no perder esperanza sino a volverme a Ti para Tu promesa de sanación.
Aplicación a la vida
Ya que el orgullo es el origen de toda maldad y la humildad el origen de toda virtud, ¿estamos ansiosamente eligiendo el valor supremo de un corazón humilde? ¿Tenemos una conciencia creciente de la majestad de Dios?