Entonces se enojó y no quería entrar. Salió por tanto su padre, y le rogaba que entrara. Pero él, respondiendo, dijo al padre:
Tantos años hace que te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos. Pero cuando vino este hijo tuyo, que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo.Lucas 15:28-30
Todos nos podemos identificar con el hijo rebelde que se marchó a un país lejano. Pero ahora tenemos que ponernos en lugar del hermano mayor. No hay ninguno entre nosotros que no haya sentido lo que sintió este hermano cuando se encontró atrapado por la rabia de los celos.
Analizar esto un poco ayudaría quizás a reconocer más claramente los síntomas de esta reacción. Siempre hay tres características presentes cuando se expresa tal actitud. La primera es una sensación de ser tratado injustamente, de ser ignorado, olvidado o desatendido. Este sentimiento de ser tratado injustamente es siempre la señal inicial de una actitud egocéntrica. Es el signo de un orgullo dañado ―de un ego herido― que revela que el ego está en el centro de todo.
La segunda señal es una visión sobrevalorada de uno mismo.
Fíjese cómo el hermano mayor describe su propia superioridad.
La autocomplacencia siempre está llena de autoalabanza: Tantos años hace que te sirvo
.
No hay un reconocimiento para nada de lo que ha aprendido durante todos estos años, o de cuánto se ha beneficiado de la relación con su padre.
Todo lo ve de la misma forma:
no habiéndote desobedecido jamás
.
Definitivamente eso no es verdad.
Nadie ha vivido nunca a la altura de ese listón.
Es de notar cuán convenientemente olvida las muchas veces que su padre lo ha perdonado.
No obstante, su visión de sí mismo es que tiene total y completamente la razón.
Eso es siempre una señal de autocomplacencia.
La tercera señal es que echa la culpa y desprecia a los demás:
Pero cuando vino este hijo tuyo...
.
Se puede oír su agudo y cortante desprecio.
No lo llama hermano ni se alegra de su vuelta.
Lo ve como alguien vil y despreciable.
Tampoco hay amor o respeto por su padre.
Por raro que parezca, acaba echándole toda la culpa al padre:
¡Nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos, pero has hecho matar el becerro gordo para ese despreciable desgraciado!
.
¿Cuántas veces hemos oído expresar esa reacción?
Estas son las tres señales de la autocomplacencia, el pecado más letal del mundo. Nuestro Señor habló más frecuentemente y más severamente de él que de ningún otro pecado. Él podía ser tierno y misericordioso hacia aquellos que estaban envueltos en adulterios o borracheras, pero cuando se enfrentaba a los autocomplacientes fariseos con su autojustificación engreída, Sus palabras ardían y escocían. Este pecado es letal porque se disfraza muy fácilmente como algo justificable. Nos revela que este hijo está en realidad más perdido que el otro. Él también se encuentra en un país lejano ―el país lejano del espíritu― alejado del corazón de su padre. Nunca ha aprendido a compartir el mismo espíritu que tiene su padre.
Padre, Tú fuiste misericordioso y compasivo cuando yo volví de un país lejano. Ahora, Señor, sálvame de volverme duro y crítico y de culpar a aquellos que son como yo fui una vez.
Aplicación a la vida
¿He visto en mí mismo esta sensación de ser tratado injustamente, de sobrevalorarme a mí mismo, de despreciar a los otros?