Él les dijo: —Cuando oréis, decid: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre”.
Lucas 11:2a
La segunda petición de la oración del Señor es una de entrega: “santificado sea tu nombre”. Estoy bien seguro que ésta es la petición que nos hace a la mayoría de nosotros hipócritas. Porque podemos decir “Padre” con sinceridad agradecida, pero cuando oramos: “santificado sea tu nombre”, decimos esto con el conocimiento culpable de que, al orar, hay áreas en nuestra vida en las cuales Su nombre no es santificado y en las cuales, lo que es más, no queremos que sea santificado. Cuando decimos: “santificado sea tu nombre”, estamos orando: “Que toda mi vida completa sea una fuente de agrado para Ti y que sea un honor al nombre que llevo, que es Tu nombre. Santificado sea Tu nombre”.
El problema es que tan frecuentemente sabemos que hay grandes áreas de nuestra vida que no son santificadas. Hay ciertos monopolios que nos hemos reservado para nosotros mismos, áreas privilegiadas que no queremos entregar, donde el nombre de nuestro jefe o el nombre de nuestra novia o de algún otro ser querido significa más para nosotros que el nombre de Dios. Pero cuando oramos esto, si lo oramos con grado alguno de sinceridad o franqueza u honestidad, estamos orando: “Señor, te abro cada armario; estoy sacando cada esqueleto para que Tú lo examines. Santificado sea Tu nombre”. No puede haber ningún contacto con Dios, ningún contacto verdadero con Su poder, ninguna experiencia genuina de la fragancia gloriosa y de la maravilla de Dios en acción en la vida humana hasta que no oremos verdaderamente; y el segundo requisito de la oración es que digamos: “santificado sea Tu nombre”.
Pero no sólo estamos conscientes de que en cada uno de nosotros hay áreas donde el nombre de Dios no es santificado, sino que, lo que es más, estamos conscientes de que en lo profundo de nuestro ser, sin importar cómo intentemos organizar cada área de nuestras vidas para que le plazcan, hay un defecto que de alguna forma nos hace fallar la marca. Hasta cuando intentamos con todo nuestro esfuerzo, nos encontramos incapaces de hacer esto. Pero notarás que esta oración no está escrita simplemente como una confesión o una expresión de arrepentimiento al Padre. No debemos orar como oramos frecuentemente: “Padre, ayúdame a ser bueno”, o “ayúdame a ser mejor”. A lo largo de esta oración modelo, ni una sola vez encontramos una expresión de deseo de ayuda en la santificación de la vida. No, Jesús hace que apartemos la atención de nosotros mismos al Padre. Esta frase, “santificado sea tu nombre”, es realmente un clamor de confianza indefensa, en la cual simplemente estamos diciendo: “Padre, no sólo sé que hay áreas en mi vida donde Tu nombre no es santificado, sino que sé también que sólo Tú puedes santificarlas, y estoy bastante dispuesto a simplemente estar quieto y dejar que seas Tú el que eres santo, que seas Tú, de hecho, el primero en mi vida”.
La persona que deja que Dios sea su Señor y se rinde a Él, está espontáneamente atraído a un proceso de aprendizaje mayor y se convierte en una persona distinta. Martín Lutero una vez dijo: “No le ordenas a una roca que está al sol que sea caliente. Será caliente por sí misma”. Cuando decimos: “Padre, no hay ninguna área de mi vida sobre la cual no esté dispuesto a que me hables, no hay ninguna área que esconderé de Ti: mi vida sexual, mi vida de negocios, mi vida social, mi vida del colegio, mi tiempo de recreo, mis períodos de vacaciones”, eso es decir: “Santificado sea Tu nombre”. Cuando oramos de esa forma, descubrimos que Dios entrará en los oscuros armarios de nuestra vida, donde el olor es a veces demasiado fuerte para que ni nosotros mismos lo podamos soportar, y los limpia, los pone en orden y los hace adecuados para Su vivienda. “Pero si andamos en luz”, Juan dice (y eso no es estar libre de pecado, sino significa que es donde Dios lo ve todo): “Pero si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros y la sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7).
Padre, enséñame a decir estas palabras, “santificado sea Tu nombre”, con un corazón de entrega y fe, sabiendo que Tú eres el Único que me puede hacer santo.
Aplicación a la vida
¿Cuál es nuestra actitud hacia el nombre santificado de nuestro Padre? ¿Utilizamos Su nombre con frivolidad superficial? ¿O evadiendo las implicaciones de ser los que llevamos Su nombre? ¿Experimentamos la oración como un encuentro personal y formidable con nuestro imponente santo Padre?