Ella [Ana], con amargura de alma, oró a Jehová y lloró desconsoladamente. E hizo voto diciendo: «¡Jehová de los ejércitos!, si te dignas mirar a la aflicción de tu sierva, te acuerdas de mí y no te olvidas de tu sierva, sino que das a tu sierva un hijo varón, yo lo dedicaré a Jehová todos los días de su vida, y no pasará navaja por su cabeza».
1 Samuel 1:10-11
A primera vista, parecería que este es un tipo de oración de regateo de Ana, que se está ofreciendo a devolverle el niño al Señor sólo si el Señor se lo da a ella primero, para que ella lo pueda disfrutar. Es posible leer este relato de esa forma, pero si nos fijamos de cerca, podemos ver lo que realmente está ocurriendo aquí, ya que estoy seguro que esta no es la primera vez que Ana ha orado en Silo por un hijo. Todo el tiempo había soñado tener un hijo propio, un niño pequeño al que querer y con el que acurrucarse, para enseñarle a andar, para leerle cuentos, para verle crecer hasta convertirse en un hombre fuerte, limpio, un buen joven, el orgullo de su vida. Lo quería para sí misma, y frecuentemente oraba por eso, pero su oración no era contestada.
En esta ocasión, sin embargo, su oración era diferente. Habiendo pasado por años de infecundidad y habiendo pensado sobre los problemas profundamente, se dio cuenta por primera vez de algo que nunca había sabido antes. Se dio cuenta de que los hijos no son sólo para los padres; son para el Señor. Son dados a los padres, prestados por un tiempo, pero las razones por las que nos son dados es para que el Señor los utilice. Ciertamente este relato indica que este niño pequeño que fue nacido al final (Samuel) era el hombre de Dios para satisfacer la necesidad de una nación. Sin duda Dios había enseñado a Ana profundamente durante estas horas de lucha por su esterilidad, así que en gran aflicción y con una intensa honestidad ora que Dios tenga lo que Él quiere, un hombre para Su gloria y Sus propósitos, y que la dejara ser el instrumento de esa bendición.
Inmediatamente leemos del cambio extraordinario en el corazón de Ana, ya que el relato dice: “―Ve en paz, y el Dios de Israel te otorgue la petición que le has hecho —le dijo Elí. —Halle tu sierva gracia delante de tus ojos —respondió ella. Se fue la mujer por su camino, comió, y no estuvo más triste” (1 Samuel 1:17-18).
Inmediatamente, la paz de Dios había comenzado a guardar su corazón y espíritu. Pues, el nacimiento del bebé no ocurrió hasta meses después, pero cuando el bebé nació ella lo llamó Samuel, que significa: “Pedido de Dios”. Dios le había concedido su petición, pero había paz en el corazón de Ana desde el mismo momento de su oración. Este es un bello comentario sobre un bien conocido pasaje en Filipenses 4, donde Pablo dice: “Por nada estéis angustiados, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Filipenses 4:6-7). Esto es lo que Ana experimentó aquí. Este es el misterio de la oración que está disponible para nosotros, para comunicar paz a nuestros corazones cuando estamos preocupados por las circunstancias de nuestras vidas.
Gracias, Padre, por la paz que me puedes dar al ceder a Ti en oración. Gracias, porque sabes lo que necesito y cuándo lo necesito.
Aplicación a la vida
Nuestro Padre sabiamente deniega la petición motivada por el interés propio. En vez de estar taciturnos, o de echarle la culpa a Dios, ¿deberemos de pedirle que enfoque de nuevo nuestros corazones hacia Su voluntad y Su gloria? ¿Hemos estado eludiendo Su paz al insistir que Él lo haga de nuestra forma?