En aquel tiempo, el hijo de una mujer israelita, pero de padre egipcio, salió entre los israelitas. Cuando el hijo de la israelita y un hombre de Israel riñeron en el campamento, el hijo de la mujer israelita blasfemó, y maldijo el Nombre.
Levítico 24:10-11a
Aquí está la historia de un hombre joven que era medio egipcio y medio israelita. Debía de haber habido cientos de hombres y mujeres jóvenes en el campamento de Israel que tenían ese trasfondo. Esto no significa que haya nada intrínsecamente malo con eso. Pero esta persona es seleccionada y resaltada para nosotros porque su vida tipifica un conflicto espiritual.
En las Escrituras, Israel es una imagen del Espíritu obrando en nosotros, de la nueva vida, de la vida redimida, mientras que Egipto es la imagen del mundo, de la vieja vida. Aquí hay alguien que, en tipo, está intentando mezclar las dos, intentando vivir entre las dos. Es la imagen de alguien que todavía está intentando dirigir sus asuntos de negocio, quizás, por las leyes de Egipto, por las maneras del mundo, y también está intentando mezclar el punto de vista del mundo con la perspectiva de Dios. Esto siempre te produce problemas.
Este hombre joven se había metido en una riña con alguien en el campamento y, en el momento de ira y pasión, había dicho lo que estaba en lo profundo de sus pensamientos pero que había escondido antes. Alguien le provocó ―no sabemos sobre qué era la riña― y se enfadó. No sólo se enfadó con el hombre con el que se estaba peleando, sino que maldijo el Nombre de Dios. Eso representaba la convicción establecida en su corazón de que era todo culpa de Dios y que no quería nada que hacer con Dios.
Hay el juicio de Dios en este caso. Eso no es porque Dios estuviera ofendido por este hombre, no porque es vengativo y se venga. Dios no es ese tipo de persona. Él es paciente; es un Dios amoroso que podría haber aguantado esta ofensa durante siglos, como lo ha hecho con nuestras maldiciones y amarguras. Pero prescribe una muerte inmediata, porque esta sentencia está diseñada para enseñarnos la verdad de que el hombre que maldice a Dios, que rechaza a Dios, se ha denegado a sí mismo el fundamento mismo de la vida.
Así que sabemos que esto es lo que nos ocurre a nosotros espiritualmente. No necesitamos apuntar con el dedo a este hombre joven, ¿no es así? ¡Con qué frecuencia hacemos esta misma cosa! Nos enfadamos con Dios y le sacudimos el puño. Decimos: “¡Es Tú culpa! ¡Piérdete, Dios; ya no te necesito más!”. Y cuando tomamos esa actitud, Dios dice que nuestra vida ha llegado al final. Nuestra vida espiritual llega al final ahí mismo. No estamos perdidos. Esto no significa que hayamos perdido nuestra salvación; significa que Su suministro de vida a nosotros, el vivir día a día, ha terminado, hasta que veamos lo que está mal y Su gracia nos restaura. Entonces podemos empezar de nuevo.
Enséñame, Padre, cómo vivir por el poder de Tu Espíritu en mí. Ayúdame a ser determinado en mi dependencia en Ti en vez de en la carne.
Aplicación a la vida
Cuando comprometemos los principios piadosos con conceptos mundanos, la consecuencia es una forma o un grado de muerte espiritual. ¿Le echamos entonces la culpa a Dios? ¿No es, en cambio, tiempo de lanzarnos a Su gracia de perdón?