¡Me sedujiste, Jehová, y me dejé seducir! ¡Más fuerte fuiste que yo, y me venciste! ¡Cada día he sido escarnecido, cada cual se burla de mí! Cuantas veces hablo, doy voces, grito: “¡Violencia y destrucción!”, porque la palabra de Jehová me ha sido para afrenta y escarnio cada día. Por eso dije: “¡No me acordaré más de él ni hablaré más en su nombre!”. No obstante, había en mi corazón como un fuego ardiente metido en mis huesos. Traté de resistirlo, pero no pude.
Jeremías 20:7-9
Aquí, en forma poética, tenemos los pensamientos de Jeremías mientras que está en la picota, esperando a ver qué ocurriría por la mañana. Éste es un extraordinario relato de lo que el profeta pensó mientras que estaba en la prisión. ¡Era, por decir lo menos, un profeta profundamente perturbado! Aquí echamos otro vistazo a la humanidad honesta de este hombre, la forma en la que se enfrentaba a las circunstancias tal y como lo hacemos nosotros, con temor y desesperación, alternando a veces con fe y confianza.
Lo primero que siente es que Dios mismo le ha engañado. Aquí hay un amargo clamor en el cual Jeremías acusa a Dios de haberle mentido y de haberse aprovechado de él. ¿Alguna vez te has sentido así con Dios? Jeremías probablemente está pensando en la promesa con la cual comenzó su ministerio. Dios llamó a Jeremías cuando era un hombre joven, y Jeremías había objetado. Acordándose de esas palabras, está diciendo: “¿Qué ocurrió, Señor? ¿Qué pasó con tu promesa? Dijiste que estarías conmigo para liberarme, pero aquí estoy en esta miserable picota”. Ésa es la forma en la que el corazón puede fácilmente sentirse hacia Dios. Como tantos de nosotros, Jeremías tomó estas promesas un tanto superficialmente. Leyó en ellas conjeturas que Dios nunca planeó, así que carga a Dios con mentir. Eso, por supuesto, es la única cosa que Dios no puede hacer. Dios no puede mentir. Sin embargo Jeremías se siente, como muchos de nosotros nos hemos sentido, que Dios ha fallado en Su promesa. No sé cuántas veces la gente me ha dicho, refiriéndose a la Palabra de Dios: “¡Bueno, sé lo que dice, pero no funciona!”. Ésa es simplemente otra forma de decir: “¡Dios me ha engañado; Dios es un mentiroso!”. Ése era el dilema del profeta.
La segunda cosa que encontró fue que la gente se estaba burlando de él. Aunque no podían responder a la sagacidad de su lógica, hicieron lo único que podían hacer: comenzaron a ridiculizar su persona. Éste es siempre el refugio de las mentes mezquinas. Cuando la gente no puede manejar un argumento lógico, comienzan a atacar a la persona y a destruirle personalmente. Se rieron de Jeremías, se burlaron de él, le ridiculizaron. La burla es difícil de soportar, difícil para el espíritu humano de tolerar, y esto le estaba molestando a Jeremías.
En tercer lugar, descubrió una tensión insoportable en sí mismo. Dice: “Señor, tu palabra me ha sido para afrenta y escarnio. ¡Ojalá que nunca la hubiera oído!”. Quiere dejar de predicar, pero no puede. Está dividido con esta tensión interior, de temor y de desagrado de proclamar la verdad, porque sólo le somete a ridículo y desprecio; y sin embargo, cuando resolvió darse por vencido no pudo, porque el fuego de Dios le estaba ardiendo en los huesos, y tenía que decir algo. ¿Sabes algo de eso? Quizás no sobre la predicación pública; no todos somos llamados a eso. Pero, ¿alguna vez has sentido que simplemente tenías que decir algo? Alguna injusticia, alguna perversidad moral, alguna conducta escandalosa, alguna hipocresía desdichada estaba ocurriendo, y simplemente no podías permanecer en silencio. Y, sin embargo, sabías que si decías algo te ibas a meter en problemas, y nadie te daría las gracias por ello ―sólo afectarías el statu quo y crearías conflicto― pero no podías evitarlo. ¿Alguna vez te has sentido de esa forma? Eso es lo que Jeremías estaba experimentando aquí: esta tremenda lucha consigo mismo en contra de la proclamación de la Palabra de Dios, que sólo le había creado más problemas.
Señor, gracias que puedo contarte mis penas. Guárdame de cargarte con falsedad. Guárdame, Señor, de mi debilidad. Pero incluso cuando soy débil, gracias por el perdón y la sanación que manifiestas en mi vida.
Aplicación a la vida
¿Estamos dispuestos a tomar pie en contra de la maldad y confiar en la sabiduría soberana de Dios para el resultado de nuestro testimonio? ¿Cuándo la vida se derrumba, cuestionamos el privilegio de Dios para determinar nuestras circunstancias?