Y Cristo, en los días de su vida terrena, ofreció ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que lo podía librar de la muerte, y fue oído a causa de su temor reverente. Y, aunque era Hijo, a través del sufrimiento aprendió lo que es la obediencia.
Hebreos 5:7-8
¿Cómo puede compadecerse Jesús, cómo entiende nuestras presiones, si nunca ha pecado? La respuesta a eso nos lleva a las oscuras sombras de Getsemaní. No hay ningún otro incidente en los evangelios que encaje la descripción de este pasaje aquí que, con los ruegos y súplicas, con gran clamor y lágrimas, lloró a Aquel que era capaz de librarle de la muerte. Aquí nos enfrentamos con misterio. Hay el total imprevisto de esto para el Señor. En Su anticipación de lo que iba a pasar y Sus explicaciones de ello a Sus discípulos, nunca, ni una sola vez hubo mencionado Getsemaní, y no hay ninguna predicción de esto en el Antiguo Testamento. Hay muchas predicciones de lo que tendría que pasar en la cruz; no hay ni una sola palabra sobre lo que padecería en el jardín.
En medio de esta confusión, asombro y aflicción de alma, hace una cosa inusual. Por primera vez en Su ministerio, apela la ayuda de Sus propios discípulos. Les pidió que le apoyaran en oración al entrar más a fondo en las sombras, cayendo primero sobre Sus rodillas y después de cara, llorando frente al Padre. Ahí oró tres veces distintas, y cada oración es un cuestionar de la necesidad de esta experiencia: “Padre, si es posible, pase de mí esta copa”. Estaba suplicándole al Padre que le hiciera claro si efectivamente esta era una actividad necesaria, tan inesperada era, tan de pronto se le había venido encima, asombrándole, confundiéndole, desconcertándole, así como para nosotros las experiencias repentinas y las catástrofes pueden ser desconcertantes.
Para ahondar el misterio de esto, se insinúa que el Señor Jesús se enfrentó a la plena miseria que produce el pecado en el corazón del pecador mientras todavía está vivo. Toda la porquería desnuda de la depravación humana se forzó sobre Él, y sintió la vergüenza ardiente, aguda, de nuestras fechorías como si fueran Suyas. No es de extrañar que le llorara al Padre: “Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:42).
Esto explica las extrañas palabras: “Y, aunque era Hijo, a través del sufrimiento aprendió lo que es la obediencia”. Aprendió lo que significaba obedecer a Dios cuando cada célula en Su cuerpo quería desobedecer. Sin embargo, sabiendo que esto era la voluntad de Dios, obedeció, confiando que Dios le sostendría. Aprendió lo que se sentía cuando uno tiene que seguir adelante cuando el fracaso nos hace querernos rendir, cuando estamos tan derrotados, tan totalmente desalentados que nos queremos olvidar de todo el asunto. Él sabe lo que es eso; Él lo sintió todo; se llevó la peor parte.
¿Cómo ganó? Se negó a cuestionar la sabiduría del Padre. Se negó a echarle la culpa a Dios. No se refugió en la incredulidad, aunque esto se le vino encima de pronto. En cambio, se echó sobre el cuidado amante y tierno del Padre y esperó que le sustentara. Cuando lo hizo, fue sostenido seguramente. Así que leemos: “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Hebreos 4:16). Sin importar lo profunda y lo seria que sea la necesidad, Él puede plenamente cumplirla, aunque estemos a punto de perder esperanza.
Padre, gracias porque Getsemaní no fue simplemente un acto sobre un escenario. El Señor Jesús no vino al mundo para cumplir un papel, sino que entró plenamente en la vida. Él lo sintió todo; se llevó la peor parte. Ayúdame a confiar en Él.
Aplicación a la vida
Jesucristo se enfrentó plenamente con dos de los mayores misterios de la vida: la obediencia y el sufrimiento. ¿En qué punto del espectro de la obediencia oramos: “no se haga mi voluntad, sino la tuya”?