Estos primeros seis versículos de Segunda de Corintios, capítulo 4, contestarán muchas preguntas acerca de por qué mucha gente no cree en el evangelio cuando lo oyen por primera vez, o incluso después de haberlo oído por mucho tiempo. Y contestarán preguntas sobre por qué muchos que creen en el evangelio abandonan después de haber estado siguiendo el camino cristiano por algún tiempo; y también preguntas sobre por qué algunas personas de quienes usted piensa que nunca creerán, de repente, lo hacen. El pasaje comienza con una declaración tremenda del apóstol Pablo, sobre su reacción a su propio ministerio:
Por lo cual, teniendo nosotros este ministerio [la palabra significa “esta clase de ministerio”] según la misericordia que hemos recibido, no desmayamos. (2 Corintios 4:1)
Por todo este pasaje ha repetido este tema: “No desmayamos; no tenemos ganas de abandonar; tenemos confianza; tenemos ánimo”. Una y otra vez usted encontrará esa nota dominante por todo el pasaje. Me encuentro con muchos cristianos que se están desanimando hoy día. Precisamente hace poco, en nuestro seminario de liderazgo, tuvimos un pastor que vino de una iglesia de una localidad diferente, que nos dijo que hace unos cuantos años evaluó su ministerio. Dijo que miró a su alrededor a lo que se consideraba una iglesia con éxito. Tenía una buena asistencia; la situación financiera era despejada; y aun así dijo que cada mañana tenía una fuerte sensación de fracaso y vacío respecto a lo que estaba haciendo. Sentía que, cada vez más, pasaba por vaivenes religiosos, que no estaba logrando nada con un valor real o duradero. Nos dijo que su depresión era tan profunda e intensa que, de no haber sido por la vergüenza que habría traído sobre su familia, se habría quitado la vida.
Encuentro a muchos hombres en el ministerio que están así. Bueno, pues, en cierto sentido, como hemos visto a lo largo de esta carta, todo cristiano está en “el ministerio”. Encuentro a muchos cristianos que están a punto de abandonar, sintiendo que no están consiguiendo nada. Pero cuando hablas con ellos descubres que, básicamente, no se ven a sí mismos como lo hacía Pablo, como siendo el instrumento de la acción de Dios. Más bien, están concentrados en lo que ellos están haciendo por Dios, o, según sienten en ese momento, en lo que no están haciendo por Dios. No parecen entender en qué se basa este ministerio del que habla Pablo y al que llama el “nuevo pacto”, el nuevo plan de vida, que Dios ha provisto en Cristo.
En estos dos siguientes versos, el apóstol nos da dos grandes razones de por qué el nuevo pacto no da lugar al desánimo. Si usted se ha debatido con esto, le sugiero que se tome esto muy en serio y piense bien por qué se siente tan desanimado a veces. ¿Entiende usted este gran principio que evita que Pablo se sienta desanimado alguna vez, a pesar de los muchos obstáculos con los que se enfrenta? Aquí tenemos su primera razón, en la primera mitad del versículo 2:
Antes bien renunciamos a lo oculto y vergonzoso, no andando con astucia, ni adulterando la palabra de Dios. (2 Corintios 4:2a)
Dice: “Hemos dado la espalda a los métodos y prácticas que llevan al desaliento”. Por eso es por lo que él no se desanimaba. Siempre me impresiona lo actuales que parecen las Escrituras. Usted podría pensar que Pablo acababa de escuchar algún programa de radio o televisión cuando escribió esto. Evidentemente había gente en su época, predicando en iglesias y evangelizando, los cuales estaban practicando métodos ocultos y vergonzosos. Estaban confiando en estrategias de astucia e incluso falsificando la Palabra de Dios. Pablo dice: “He renunciado a todo eso” (si es que alguna vez lo hizo). “Al ver a otra gente hacer eso, no quiero tener nada que ver con ello”.
Note en qué consiste esto en particular, porque esto habla a nuestra propia época. Primero, él dice: “renunciamos a lo oculto y vergonzoso”, es decir, la práctica del engaño deliberado. A cada paso aparece un artículo en los periódicos religiosos acerca de algún evangelista que contrata a convertidos para que se pongan en pie en sus reuniones y confiesen a Cristo, o que se adelanten al frente y den testimonio de haber sido sanados, para hacer ver que el evangelista tiene éxito. Esto es un engaño.
Usted puede leer sobre escuelas dominicales que tientan y sobornan a la gente para que vayan a la iglesia. No hace mucho, salió un reportaje en los periódicos locales sobre un pastor de San José que dijo que, si conseguía un cierto número de personas para la escuela dominical, el predicaría desde el campanario de la iglesia. Consiguió el número que quería; así que subió al campanario y predicó su sermón. Esto simplemente es una forma de soborno, haciendo que la gente acuda por alguna razón secundaria y superficial. Sé de escuelas dominicales que les dan a los niños dulces si suben a sus autobuses y van a la escuela dominical. Algunas incluso ofrecen premios, bicicletas, etcétera, para que los niños acudan. Eso es ganarse una apariencia de éxito apoyándose en malas prácticas, cosas fraudulentas, métodos ocultos y vergonzosos. He conocido predicadores que tienen títulos falsos, obtenidos por unos 10 dólares enviados a alguna fábrica de diplomas en alguna parte. Ellos ponen esos títulos junto a su nombre para impresionar a la gente con su conocimiento de algo que en realidad no saben. Eso es un fraude. Sé de misioneros que mandan informes a casa, a las iglesias que los financian, contando cosas que no tienen base de hecho en su ministerio. Cuentan cosas que nunca pasaron, informando de logros en la predicación del evangelio que nunca ocurrieron en realidad, mintiendo deliberadamente en nombre de Cristo. Sé de cristianos que cuentan las experiencias de otras personas como si les hubiera ocurrido a ellos, mintiendo de esa manera en nombre de Jesús.
Pero Pablo dice: “Ya no necesito esas cosas”. Alguien que se apoya en ese tipo de cosas obtendrá una apariencia de éxito, pero, tarde o temprano, todo se vendrá abajo y los dejará con un intenso sentimiento de fracaso y estupidez. Pablo dice que él renuncia a practicar la astucia. ¿Y eso qué significa? Bueno, pues, significa confiar en algún truco sicológico aplicado a la gente para hacerles responder, alguna táctica de presión intensa en una reunión, quizá una música hermosa y seductora para hacerles ceder, contar historias que hagan a la gente llorar, jugar con las emociones, esa clase de cosas. Pablo dice: “Ya no necesitamos nada de esto. No confiamos en eso”.
En nuestros días es sobre todo una cuestión de entrar en el espectáculo cristiano, ver quien puede montar el espectáculo más grande para atraer a la gente, contratando una orquesta especial o trapecistas que actúen, etcétera. Pablo dice que nosotros ya no confiamos en esas cosas. Ni falsifica la Palabra de Dios. ¿Puede usted imaginar a alguien falsificando la Palabra de Dios en nombre de Jesús? Pues está ocurriendo todo el tiempo. Pedro habla de aquellos que “distorsionan las Escrituras”. En Segunda de Pedro 3:16, hace una referencia a las cartas de Pablo, donde dice: “hay algunas difíciles de entender, las cuales los indoctos e inconstantes tuercen (como también las otras Escrituras) para su propia perdición”. No es difícil hacer eso. Usted puede tomar una gran declaración bíblica y darle otro significado, y usando el mismo lenguaje, hablar sobre otra cosa enteramente diferente. La palabra “resurrección” es despojada de su contenido bíblico y se le hace significar algo que no significa en la Biblia. A la palabra “Cristo” se le hace representar a una persona o ser que no existe en las Escrituras en absoluto. Sin embargo, engatusan a la gente que los oye usar ese lenguaje. Eso es distorsionar la Palabra de Dios, y eso ocurre todo el tiempo en nuestros días. Usted puede encontrar gente que sugiere que la Biblia es inferior a los descubrimientos del conocimiento moderno: los descubrimientos científicos de hoy han probado que no es correcto, por lo tanto, no es de fiar. Esto es adulterar la Palabra de Dios, porque no se ha probado jamás por los descubrimientos científicos que en la Biblia haya algo incorrecto. Pero la manera más común de distorsionar las Escrituras es recurrir a lo que se llama “prueba textual”. Esto consiste en llegar a la Biblia con una idea sobre algo que usted quiere enseñar y recorrerla escogiendo unos cuantos pasajes aislados aquí y allá que suenen parecidos a lo que usted quiere decir, y enumerarlos de manera que cuando la gente le escuche digan: “Bueno, eso tiene un respaldo bíblico; la Biblia le apoya”. Todas las sectas cristianas que hayan existido alguna vez han hecho eso. Pero, por desgracia, hay una serie de portavoces cristianos ampliamente respetados, la mayor parte de ellos hombres muy piadosos y serios, quienes todavía hacen esto mismo. Quizás no son conscientes de lo que están haciendo. Ellos están tomando una parte de las Escrituras y respaldando lo que dicen. Eso se llama “prueba textual”. Es falsificar la Palabra de Dios, y mucha gente está siendo confundida hoy día por esa clase de enfoque.
Pablo dice: “Ya no necesito eso. No confío en esa clase de cosas. De hecho, he renunciado a todo eso; todo eso lo he dejado. Me niego a practicar la astucia sicológica con la gente o a falsificar la Palabra de Dios”. ¿Qué hace pues? Bien, él nos lo dice:
... manifestando la verdad, nos recomendamos, delante de Dios, a toda conciencia humana. (2 Corintios 4:2b)
Por eso es por lo que Pablo no se desanima. Él no tiene que planear ningún truco nuevo que haga que la gente acuda a oír las buenas noticias. Él sabe que la verdad es la cosa más excitante y atractiva del mundo. Sabe que cuando usted va a la gente con la verdad acerca de ellos mismos, acerca de sus vidas, sobre el mundo en el que viven, cuando usted deja caer todos los velos de cosas ilusorias y delirios de los cuales vive el hombre de cada generación y revela la realidad básica de lo que hay, entonces usted consigue atención al instante.
La medida de cualquier religión no es si le gusta a la gente, o si es cómoda, o si les hace sentirse bien. La medida, por descontado, es siempre: “¿Es verdad? ¿Se ajusta a la realidad? ¿Explica lo que está pasando de tal manera que concuerda con la experiencia básica de todo individuo?”. Lo grandioso de las buenas noticias es que son la verdad de Dios; revelan la verdad subyacente de la vida. Cuando usted habla de la Palabra de Dios, usted está hablando de cómo son las cosas realmente.
Ron Ritchie y yo hemos tenido el privilegio las últimas semanas de ir a unos cuantos campus universitarios y seminarios y de hablar largo y tendido a jóvenes cristianos. Pero en muchos de estos lugares encontramos que ellos no piensan en la Biblia como una revelación de la realidad. Ellos piensan en ella como una especie de sazonador de la vida, una especie de postre bajo en calorías que, si te gustan esa clase de cosas, es agradable, pero si no, usted no lo necesita en realidad. Piensan que el verdadero conocimiento de la vida está fuera, en el mundo secular. En todos esos campus hemos tenido el privilegio de abrir el Libro y empezar a enseñarles lo que dice en un lenguaje que quizá es novedoso para ellos pero que revela lo que la Palabra de Dios dice. Y todas las veces hemos obtenido una reacción instantánea de fascinado interés. Se sientan en silencio y escuchan como si nunca lo hubieran oído antes. De pronto se dan cuenta de que está hablando de ellos, de su sexualidad y lo que significa, del matrimonio y cómo funciona, de cómo gestionar la terrible carga de culpabilidad, y de qué hacer con el miedo y la ansiedad cuando les hace un nudo en el estómago.
Esa es la realidad. De eso es de lo que está hablando Pablo. “La manifestación de la verdad” tiene el fascinante poder de atraer a la gente. Así lo hizo cuando Jesús la proclamó. Dondequiera que iba, las multitudes estaban pendientes de lo que decía y se maravillaban. Se decían a sí mismos: “Él no hace como los fariseos y los escribas, citando a todos esos eruditos, etc. Sin embargo, lo que él dice evoca dentro de nosotros algo familiar. Algo dentro de nosotros dice: ꞌTiene razónꞌ”. Esa fue la reacción universal a la predicación de Jesús, porque esa es la verdad tal como es en Jesús. Eso es lo que Pablo proclamaba. Él decía: “Cuando comprendes que no necesitas ningún truco, ninguna elaboración, que no necesitas sobornar a la gente ni engatusarla para hacer que vengan esperando algo diferente, simplemente quítale el envoltorio a lo que Dios ha dado, y ellos se sentirán tremendamente atraídos”.
Es más, él dice: “Habla a la conciencia y no sólo a la mente”. Bien, no quiero que lo malinterpreten. La verdad va dirigida a la mente. Dios nunca deja de un lado a la razón humana. Él envía la verdad para que sea reflexionada, sopesada y evaluada por la mente. Pero detrás de eso está la conciencia, y la conciencia de un hombre puede a veces alcanzarle cuando su mente está rechazando la verdad. ¿No es eso extraño? Pablo lo sabía. Él dijo que no deberíamos discutir con la gente. Por eso advierte a los cristianos: “no discutan sobre palabras, lo cual para nada aprovecha” (2 Timoteo 2:14b). “No se enrede con argumentos, porque no puede alcanzar a la gente de esa manera. Dígales la verdad. Dependa del hecho de que hay una voz dentro de ellos que Dios puso allí llamada ꞌconcienciaꞌ, que incluso cuando sus mentes rechacen lo que usted diga continuará diciéndoles: ꞌAh, claro, pero él tiene razón, ¿no?ꞌ. Tarde o temprano les alcanzará”.
C. S. Lewis, el gran defensor inglés de la fe, decía que cuando él se convirtió en cristiano lo hizo como intelectual agnóstico. Decía que cuando vino a Cristo lo hizo como si lo arrastraran, pataleando y gritando, lanzando miradas en todas direcciones, intentando escapar. Su mente estaba resistiéndose todo el tiempo, pero su conciencia había sucumbido a la Palabra de Dios. Él decía que la noche en que vino a Cristo era el converso más reacio de toda Inglaterra. Pero vino, y llegó a ser uno de los más grandes defensores de la fe que el evangelio cristiano ha tenido jamás, aparte del apóstol Pablo. Bueno, eso fue porque su conciencia fue alcanzada. Pablo dice: “Con eso es con lo que cuento. No tengo que depender de mí y mi personalidad, ni de mi habilidad para persuadir a la gente. Yo voy con una sencilla declaración de la verdad y la convicción de que Dios es capaz de alcanzar la conciencia, incluso aunque la mente y las emociones puedan rechazar lo que tengo que decir”. “Bueno”, dice usted, “si ese es el caso, entonces, ¿por qué no cree más gente en el evangelio?”. Esa es la pregunta que evidentemente le hicieron a Pablo, la cual él aborda aquí, en este punto, porque continúa diciendo:
Pero si nuestro evangelio está aún encubierto, entre los que se pierden está encubierto; esto es, entre los incrédulos, a quienes el dios de este mundo les cegó el entendimiento, para que no les resplandezca la luz del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios. (2 Corintios 4:3-4)
Quiero que sean cuidadosos con la forma en que leen esto, porque con frecuencia se malinterpreta. Algunos de los comentaristas de este pasaje lo explican de esta manera: Pablo está respondiendo a la pregunta: “¿Por qué se está perdiendo la gente?”. Y su respuesta es: “Porque están cegados por el diablo”. Y entonces él pregunta, en efecto: “¿Por qué están cegados por el diablo?”, y su respuesta es: “Porque no quieren creer”.
Esa es la manera en que se malinterpreta frecuentemente. Significa, si lo toma de esa manera, que la razón básica por la que la gente se pierde es porque rehúsan creer, y eso le da al diablo la oportunidad de cegarlos. Pero eso no es lo que dice Pablo. Es lo contrario. La gente se está perdiendo porque no creen, y no creen porque están cegados por el diablo. Eso es lo que está diciendo. El dios de este siglo, el dios que está detrás de la escena de los acontecimientos del mundo, el dios a quien el mundo inconscientemente adora y rinde lealtad con todo lo que piensan, dicen y hacen, les ha lavado el cerebro. Por tanto, ellos no pueden entender lo que las buenas noticias están diciendo y no las creen.
Ese es un gran pasaje revelador. Pablo dice que la herramienta del diablo es el velo. El diablo es el responsable de la incredulidad de los hombres, y hombres y mujeres son víctimas indefensas en las manos del dios de este siglo. Ese velo es la idea ilusoria de que nosotros somos aptos para manejar la vida por nosotros mismos; es ese sentimiento independiente de orgullo que dice: “No necesito ayuda; puedo manejar esto yo solo; no necesito una muleta religiosa; no necesito un salvador”. Puesto con las palabras del famoso poema de William Henley, Invictus, está diciendo:
No importa lo estrecha que sea la puerta,
O lo cargado de castigos que esté el alegato,
Yo soy el amo de mi destino;
Yo soy el capitán de mi alma.
Ese es el velo que cubre las mentes de la gente para impedir que vean la muerte y la condenación que aguarda al final de la gloria que se desvanece. El propósito del diablo, dice Pablo aquí, es evitar que los hombres y mujeres vean que Jesucristo es el secreto de cómo ser como Dios, de ser semejantes a Dios, es evitar que vean “la luz del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios”.
Una de las grandes pruebas de que la Biblia sabe de lo que habla acerca de la vida, es que confirma que, en todas partes, por toda la tierra, en cualquier generación, en cualquier cultura o contexto, los hombres anhelan ser como Dios. Quieren estar al mando; quieren gobernar las cosas; quieren tomar las decisiones finales acerca de lo que les ocurra; quieren controlar a los demás y las actividades de sus vidas, y se sienten frustrados e impotentes si no pueden. Anhelan ser como Dios. No hay nada malo en eso. Para eso nos hizo Dios. La dignidad esencial de la humanidad está en la intención de Dios desde el mismo principio, de que aquí en esta tierra manifestáramos Sus cualidades y Su carácter. Él lo ha implantado en los corazones de los hombres y las mujeres en todos los lugares del mundo.
Pero lo que está mal es nuestra arrogante soberbia que da por sentado que lo podemos hacer por nosotros mismos, con nuestros propios esfuerzos, con nuestro propio poder, con nuestras habilidades: “Podemos gobernar el universo. No necesitamos a Dios”. Esta es la mentira, el velo que el demonio usa para lavar el cerebro de los seres humanos en todas partes, para impedirles ver que la única manera en que alguna vez serán como Dios es a través de Jesús. Él es el secreto de deificación. Una persona deificada es una persona semejante a Dios, que refleja el carácter de Dios. El gran secreto que el diablo persigue ocultar es que Jesucristo es el secreto. Jesús lo dijo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie viene al Padre sino por mí” (Juan 14:6).
Así que, ¿qué esperanza hay de que alguien que ha sido cegado por el diablo crea alguna vez en las buenas noticias? Parece un caso perdido, ¿no es verdad? Si hay un velo sobre sus mentes y si, como ya hemos visto en el pasaje anterior, sólo cuando alguien se vuelve al Señor el velo se quita, y, para volverse a Él, los hombres deben ver la gloria de Cristo que el velo tapa, ¿qué esperanza hay entonces? De esto resulta muy evidente que los hombres no pueden quitar el velo por sí mismos. Sólo Cristo puede quitarlo. Entonces, ¿cómo se puede salvar a los hombres? Esa es la cuestión a la que Pablo se enfrenta. “Ah”, dice él, “ahí es donde entra la predicación. Por eso he sido enviado”. Versículo 5:
No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor, y a nosotros como vuestros siervos por amor de Jesús, porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciera la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo. (2 Corintios 4:5-6)
Esa es una declaración fantástica. Debemos examinar cuidadosamente lo que está diciendo. Fíjese los puntos que hay en ella: Primero, el apóstol dice: “No nos miréis a nosotros buscando ayuda. No venimos a predicarnos a nosotros mismos. Nosotros no podemos hacer nada por vosotros”. Estaba yo escuchando a un hombre en la radio el otro día, quien, supuestamente, estaba predicando el evangelio. Él cerró su mensaje diciendo: “Si usted tiene fe en mis oraciones, entonces haga esto y lo otro”. Eso no es predicar a Cristo. Eso es predicarse a sí mismo, y eso es un evangelio falso. Algunas veces oirá a la gente decir: “Si tiene fe en mi ministerio, haga tal o cual cosa” (especialmente, mandar dinero), pero eso no es predicar el evangelio. Pablo dice: “Nosotros no hacemos eso; no nos predicamos a nosotros mismos. Si usted quiere saber cómo clasificarnos, aquí está: somos siervos de ustedes en nombre de Jesús. No somos sus señores; no somos sus dueños; no somos sus jefes; no venimos a decirles todo lo que tienen que hacer ni a darles órdenes, convirtiéndonos en un pequeño papa en cada iglesia a la que llegamos. No, nosotros somos sus siervos. Hemos venido a ayudarles. Hemos venido a ministrarles, a trabajar entre ustedes, a enseñarles e instruirles, pero no estamos aquí para mandar”. El apóstol tiene cuidado en dejar eso bien claro.
Por otro lado, él quiere que ellos entiendan: “Ustedes no son nuestros señores tampoco. No venimos a hacer lo que ustedes nos digan. Somos sus siervos en nombre de Cristo. Es Él quien nos manda que seamos sus siervos. Él es nuestro Dueño y Señor”. Y entonces él vuelve los ojos hacia Aquél que puede ayudar:
No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor, (2 Corintios 4:5a)
Esa es la clave. En el siglo primero esta era la declaración fundamental de las buenas noticias: Jesús es Señor. No es: “Él va a ser Señor algún día cuando vuelva”, sino que Él es Señor. Cuando se levantó de la muerte, Él dijo a Sus discípulos: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra“ (Mateo 28:18b). Todo está bajo Su control. Él está a cargo ahora; Él es Señor; Él está dirigiendo la historia humana. Todos los acontecimientos que ocurren en el mundo hoy, ocurren porque Él los ha permitido o los ha traído a la existencia. Él está a cargo; Él es Señor, y la necesidad de los corazones humanos en todo el mundo es ver que Él es Señor. Aquí tenemos dos de entre varios versículos donde está muy claro cuál es el tema de la salvación:
ya que todo aquel que invoque el nombre del Señor, será salvo. (Romanos 10:13)
Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor... serás salvo. (Romanos 10:9)
Esa es la clave. No es Jesús como Salvador. A mucha gente se le dice: “Si usted recibe a Jesús como su Salvador, usted será salvo”. Pero en ningún lugar de la Biblia se dice eso jamás. Él debe ser Señor. Él es Señor, tanto si usted lo sabe como si no, tanto si lo recibe como si no.
Pero cuando usted se inclina ante ese Señorío, cuando usted sabe que es Señor, y usted le consiente que ejerza Su Señorío en su vida, entonces Él le salva. Señor es lo que Él es; salvar es lo que hace. Cuando usted se da cuenta de que “no sois vuestros, pues habéis sido comprados por precio” (1 Corintios 6:19b-20a), y usted está de acuerdo con eso, entonces Él no es sólo su Señor, sino que empieza a liberarle, a salvarle de sí mismo y del mundo que le rodea. Sobre la base del Señorío, entonces, Pablo continúa diciendo que en el momento en que una persona ve que Jesús es Señor, el poder creador de Dios empieza a obrar en su vida y la luz viene a sus tinieblas; el velo es quitado. Fíjese en cómo lo expresa:
porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciera la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, (2 Corintios 4:6a)
Él nos retrotrae a la creación, cuando todo el mundo estaba en tinieblas. Nadie podía hacer nada al respecto excepto Dios, quien dijo: “Sea la luz” (Génesis 1:3b). Súbitamente, de las tinieblas, la luz surgió, en obediencia a la palabra creadora del Dios vivo.
Eso es lo que Pablo dice que debe ocurrir antes de que cualquier hombre o mujer se convierta en cristiano. Dios tiene que decir de nuevo esas palabras creadoras: “que de las tinieblas resplandezca la luz”. Cuando Él lo hace, las tinieblas desaparecen; la luz brilla dentro del corazón, como dice Pablo que lo hizo en el suyo en el camino de Damasco: “La luz brilló en las tinieblas de mi engañado corazón, y vi que Jesús era el Señor”. Y sigue diciendo que “la luz del conocimiento de la gloria de Dios se ve, por tanto, en el rostro de Cristo”. Hace muchos años un hombre vino a verme como respuesta a un contacto hecho por uno de nuestros miembros de aquí, el cual trabajaba en Lockheed. Él se había hecho amigo de este hombre, un ingeniero brillante con una mente espléndida, pero un agnóstico declarado. Ellos habían hablado muchas veces, pero él no mostraba una actitud receptiva ante el evangelio para nada. Después de cierto tiempo, este ingeniero cayó en una profunda depresión, que era tan intensa y tan prolongada que al final fue despedido de su trabajo. Y eso no hizo más que aumentar su depresión. Estaba tan malhumorado y tan abotargado que su esposa al final le amenazó con dejarlo, y todos sus hijos se fueron de casa. Llegó a un estado tan lamentable en su terrible depresión que este amigo cristiano le preguntó si al menos consentiría en venir y hablar conmigo.
Así que apareció en mi puerta y me contó su historia. Estaba tan deprimido que le resultaba difícil hablar; no mostraba signos de tener ninguna esperanza. Yo le hice las preguntas de costumbre acerca de en qué creía, pero él no creía en nada. No creía que Dios existiera; no creía en Cristo; no creía en la Biblia; no creía que Jesús jamás hubiera vivido. No pude encontrar ningún fundamento de fe en absoluto. Después de intentar ayudarle durante una hora o dos, le dije: “Lo siento, no hay nada que pueda hacer por usted, pero no quiero abandonarle. Creo que existe ayuda para usted. Si viene aquí todas las semanas, me reuniré con usted y haré dos cosas por usted. Una, le leeré la Biblia, y dos, oraré por usted. No sé qué pasará; eso es todo lo que puedo hacer, pero si usted está dispuesto a hacer eso, yo haré esas dos cosas”. Para mi asombro, él accedió. Se mantuvo viniendo semana tras semana. Yo le leía un trozo de Escritura y después le preguntaba: “¿Esto le dice algo?”; pero él solía contestar: “No”. Entonces yo oraba por él, por su familia, y por su hogar. Para aquel tiempo su esposa le había dejado. Él vivía completamente solo en un apartamento, totalmente incapaz de tirar para adelante, incapaz de trabajar.
Pasaron al menos ocho meses, y hacíamos lo mismo todas las semanas, sin faltar. Un día le dije: “¿Hay algo de lo que le he leído que signifique algo para usted?”. El contestó: “Bueno, hay una cosa. Esta mañana estaba pensando en ello. Usted leyó el otro día estas palabras de Jesús en el huerto de Getsemaní: ꞌ¡Pero no se haga mi voluntad sino la tuya!ꞌ. Eso, de repente, me dijo algo”. No tuve el valor de preguntarle qué. En aquel momento yo no veía qué relación podía tener eso con él. Pero repliqué: “Hombre, si eso significa algo para usted, déjeme pedirle que haga lo siguiente: rece esa oración una y otra vez. Siempre que sienta que necesita alguna ayuda, cuando se desespere o en cualquier momento, rece esa oración”. Él dijo que lo haría.
Así que pasaron unas cuantas semanas más. Leí otros pasajes, y nada conectaba con él. Entonces, un día leí algo, y él dijo: “Ah, sí. Eso está bien, ¿verdad?”. Tomamos nota de eso, y le pedí que lo memorizara y recitara una y otra vez. Luego, un par de semanas más tarde, encontró algo más, y gradualmente sobrevino una luz de entendimiento a su corazón. La verdad empezó a ser real para él; empezó a entenderla. Oramos semana tras semana, y a medida que esta luz empezaba a amanecer, se hacía más y más fuerte. Cada vez más Escrituras empezaban a llegar a él, hasta que llegó el día en que abiertamente reconoció que Jesús era el Señor de su vida y se rindió a Su voluntad. Entonces, empezó a florecer y crecer. Devoraba la Palabra de Dios; la leía sin cesar, hora tras hora. Eso fue hace quince años, y todavía recibo cartas de él. Ahora vive en Florida; se ha unido a un grupo cristiano de allí. Su familia nunca regresó con él, pero sus cartas son las más radiantes, exuberantes y gozosas de todas las que recibo. No tiene más que alabanzas y gratitud hacia el Dios vivo, el Creador mismo, quien eliminó la oscuridad con Su palabra creadora, un decreto que dijo a su oscuridad: “Sea la luz”. Agarrándose a ese resplandor de luz: “Jesús es Señor”, fue transformado por fin.
Eso es lo que Dios nos está diciendo en estas palabras. ¿Dónde encuentra usted la luz de la gloria de Dios? En la faz de Jesucristo. Y ¿dónde encuentra usted la faz de Jesús? En las Escrituras. Todo este libro trata de Jesús. Los evangelios le dan la crónica de su impresionante vida en la tierra; las epístolas explican las implicaciones de esa vida, Su muerte y resurrección y Su obra por nosotros; el Antiguo Testamento está lleno de premoniciones de Su carácter y Su ser. Al leerlos y dejar que el Espíritu de Dios los interprete, el “semblante de Cristo” se hace más y más claro. Así es como la luz viene a un corazón en tinieblas.
¿Está usted caminando en la oscuridad? Entonces, empiece a buscar el “rostro de Cristo”. Ahí es donde brilla la luz. No el Cristo del que oye hablar en las representaciones populares que nos rodean. No hay nada histórico acerca del Jesús que encontramos en muchas de las representaciones de hoy. Frecuentemente, ese es un Cristo falso. Pero en las Escrituras tenemos al auténtico Jesús, y en la compañía de la gente de Dios el carácter y el amor de Jesús se manifiestan. En momentos de comunión y oración usted ve la “cara de Cristo”. Eso es lo que barre la oscuridad y trae la luz a su vida. Usted no tiene que caminar en tinieblas en este día y época, cuando puede mirar a la “cara de Cristo”, porque ahí está “la luz del conocimiento de la gloria de Dios”, para que todos la vean.
Oración:
Señor, te damos gracias por la luz que ha venido a nuestras tinieblas. Cegados por el diablo, convencidos de que teníamos lo que hace falta para desenvolvernos en la vida lejos de Ti, seguros de que teníamos lo necesario para servirte incluso después de venir, Señor, Tú nos has revelado fielmente que somos víctimas indefensas, alejadas de la luz del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo. Ayúdanos a caminar en esa luz, a gloriarnos en ella y regocijarnos porque Alguien nos ha amado y venido, y se ha dado a Sí mismo por nosotros, para poder vivir en nosotros y ser Señor de nuestras vidas. Lo pedimos en Su nombre. Amén.