Por el cual clamamos: «¡Abba, Padre!». El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios.
Romanos 8:15b-16
Éste es el nivel más profundo de seguridad. Más allá de las emociones, más allá de los sentimientos, hay una convicción profunda que es nacida del Espíritu de Dios mismo, una conciencia subyacente que no podemos denegar, que somos parte de la familia de Dios. Somos los hijos de Dios. Creo que ésta es la revelación básica a la cual nuestras emociones responden cuando clamamos: “¡Abba, Padre!”. Ése es nuestro amor hacia Él, pero, aun más, esto es Su amor hacia nosotros. Es a lo que se refiere Pablo en Romanos 5, cuando habla del amor de Dios: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Romanos 5:5b).
Al mirar atrás en mi propia vida, puedo entender cómo esto es verdad. Me convertí en cristiano cuando tenía como once años, en una reunión de la iglesia metodista. Respondí a la invitación y, con otros, fui y me arrodillé al frente y recibí al Señor. Tuve un tiempo maravilloso de hermandad con el Señor ese verano y el próximo invierno, y hubo ocasiones cuando estaba abrumado con el sentido de proximidad de Dios. Solía cantar himnos hasta que las lágrimas me llenaban los ojos al ver que el significado de esas viejas palabras reflejaba la relación que yo tenía con Dios. Entonces solía predicarles a las vacas cuando las traía al establo. Y esas vacas eran una buena audiencia; por cierto, nunca se me quedaron dormidas. Pero ese otoño nos mudamos de esta ciudad donde tenía una hermandad cristiana a una ciudad en Montana que ni siquiera tenía una iglesia. Gradualmente, a causa de la falta de hermandad, me alejé de la relación con Dios, me metí en todo tipo de cosas feas y vergonzosas: hábitos de pensamiento y actividades de las cuales me avergüenzo. Hasta desarrollé algunas actitudes liberales hacia las Escrituras. No creía en la inspiración de la Biblia. Discutía en contra de ella, y durante el bachillerato y universidad se me conocía como un escéptico. Pero a través de esos siete años había una relación con Dios que no podía denegar. De alguna forma sabía, en lo más profundo de mi ser, que todavía le pertenecía; y había cosas que no podía hacer, aunque estaba tentado. No podía hacerlas porque sentía que tenía una ligadura con Dios. Eso es el testimonio del Espíritu. Calvino lo llamaba “el testimonio del Espíritu”, que no podemos denegar y que es especialmente discernible en momentos de craso pecado y desesperación. 1ª de Juan 3:20 dice: “Pues si nuestro corazón nos reprende, mayor que nuestro corazón es Dios”. Él sabe todas las cosas. Hay un testimonio nacido del Espíritu del cual no te puedes librar, que está ahí junto con el testimonio supremo de que pertenecemos con los hijos de Dios.
Aquí es donde debes comenzar cuando te metes en problemas. Vuelve a esta relación. Recuérdate a ti mismo de quién eres. Lo puedes ver en tu experiencia al mirar a tu alrededor. Eres guiado por el Espíritu de Dios. Lo puedes sentir en tu corazón. Hay momentos cuando tus emociones son conmovidas por el Espíritu, y puedes sentir al nivel de tu espíritu que le perteneces a Dios.
Padre, ayúdame a entender estas cosas. Gracias por la obra del Espíritu. ¡Qué cosa tan maravillosa es que me hayas llamado hijo del Dios vivo! Ayúdame a nunca olvidarme de ello, y a caminar de forma que me merezca tal llamamiento.
Aplicación a la vida
Nuestra adopción como hijos de Dios no es simplemente teórica; así que, ¿qué respuesta nos provoca? ¿Cómo damos testimonio a nuestra herencia compartida con Cristo? ¿Cómo compartimos de Sus sufrimientos?