El Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad. Por tanto, nosotros todos, mirando con el rostro descubierto y reflejando como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en su misma imagen, por la acción del Espíritu del Señor.
2 Corintios 3:17-18
El apóstol recuerda de inmediato a los corintios que el Señor está en sus corazones, en sus espíritus humanos. Su esperanza de libertad se basa en el importante hecho de que Aquel que está en el interior de ellos es Dios mismo. Pablo le identifica: “El Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad”.
Libertad implica las cosas hechas abiertamente, con atrevimiento, sin tener nada que ocultar. Aquellos que son libres son los que no tienen una reputación que defender, ninguna imagen tras la cual ocultarse, nada que conservar en sí mismos, por lo que pueden ser ellos mismos. Por todas partes hoy hay personas que anhelan tener esta clase de libertad. Las personas quieren ser “ellas mismas”. “Tengo que ser yo”, oímos decir, y no hay nada de malo en esto. Lo único que está mal es cómo lo hacemos. En el mundo se nos enseña que la manera de poder ser “yo mismo” es pensando en “mi” ventaja, “mis” esfuerzos, defendiendo y exigiéndolos.
La Palabra de Dios nos enseña que es otro proceso totalmente diferente. Ser uno mismo y tener libertad no significa negar el potencial de todo el mal que es posible en su corazón y en su vida, porque tiene usted otra base sobre la cual recibe la aceptación y la aprobación de Dios. Su aceptación y Su aprobación son dones que Él le concede a usted. La fe que continuamente nos da hace que aceptemos renovadamente el don de la justicia, el cual nos hace estar ya agradando a Dios y, sobre esta base, le sirve usted con un corazón agradecido por lo que ya tiene usted. No tiene que ganarse Su favor, y su comportamiento no va a afectarlo. Cuando empieza usted a mirar a Aquel que está haciendo esto en su vida, el Señor Jesús, y le contempla, habiendo eliminado todos sus velos, de modo que no tema examinar su propia capacidad para el mal, entonces sucede algo maravilloso. Sin saber siquiera que lo está haciendo, sencillamente gozándose en lo que tiene usted y sirviendo al Señor que se lo dio, descubrirá usted, y otras personas también, que se está convirtiendo usted en una persona amorosa, y el amor es el cumplimiento de la Ley; es la exigencia misma que Dios hizo mediante la Ley que usted tanto se esforzó en cumplir por medio de sus propios esfuerzos. Se cumplirá sin que usted se dé cuenta cuando empiece usted a amar por la gracia y el perdón de Dios.
Es un proceso de crecimiento. No sucede por medio de una gran transformación de repente cuando es usted santificado, lleno del Espíritu o bautizado. Sucede cuando mantiene su vista fija en la gloria del Señor y no en el rostro de Moisés, no por medio de sus propios esfuerzos, sino por lo que Él ya le ha dado. Cuando lo hace usted, descubre de repente que el Espíritu de Dios ha estado obrando haciendo cambios graduales. Se está convirtiendo usted en una persona amorosa, con la cual resulta más fácil vivir, más atractiva, más digna de afecto. Su vida se está volviendo más profunda al ir perdiendo su superficialidad, y es usted más comprensivo respecto a lo que sucede. Ésa es la obra del Espíritu. Fíjese en lo que dice: “Esto procede del Señor, que es el Espíritu”. No es usted el que lo consigue, es Él.
Señor, gracias por Tu promesa de que al mirarte a Ti me vuelvo como Tú.
Aplicación a la vida
¿Somos realmente libres para admitir y examinar nuestra naturaleza y capacidad para el mal? ¿Confiamos equivocadamente en nuestro propio esfuerzo para vencerlo? ¿De qué manera nos cambia la libertad en Cristo?