En la Biblia hebrea los libros de 1º y de 2º de Reyes están combinados en un solo libro de Reyes. Se les llama apropiadamente Reyes por el hecho de que relatan las vidas de varios gobernantes del reino de Dios, comenzando por Saúl y David hasta la división del reino bajo Roboam, el hijo de Salomón. A continuación estos dos libros siguen el curso de las diversas dinastías en Israel, el reino del norte, y la única dinastía de la casa de David en el reino del sur de Judá. En cada uno de estos casos, la luz se concentra siempre sobre el rey, y es lo que hace el rey en relación con Dios lo que determina cómo le va a la nación. El carácter del reino lo decide en gran medida el carácter del rey. Cuando el rey andaba con Dios en obediencia y humildad, adorando y obedeciendo a Dios en el templo de Jerusalén (o posteriormente en Samaria en el reino del norte), la bendición de Dios, manifestada en forma de prosperidad y de victoria, caía sobre el reino. No había semejante bendición para el reino del norte porque no tenía reyes santos, pero en el reino del sur, en la casa de David, se obtenía la victoria y había prosperidad cuando los reyes santos aparecían de vez en cuando. Las lluvias caían a su debido tiempo, crecía la cosecha y florecía la economía de la tierra. Obtenían la victoria sobre sus enemigos, incluso cuando estos se aliaban en su contra, consiguiendo siempre la victoria cuando el rey caminaba con Dios.
Pero cuando el rey desobedecía y adoraba a otros dioses, de inmediato había hambre, sequías e invasiones, y la tierra padecía situaciones muy difíciles y extremadamente graves. Cuando los reyes obedecían, eran siempre figuras de Cristo, como en el caso de David, de Salomón, de Ezequías, de Joás y de Josafat. Pero cuando desobedecían eran imágenes o figuras del anticristo, del hombre de pecado que aún ha de aparecer en la tierra. Jesús mismo le dijo a Israel refiriéndose al anticristo: "Yo he venido en nombre de mi Padre y no me recibís; si otro viniera en su propio nombre, a ese recibiríais" (Juan 5:43). Es precisamente este hombre de pecado, la quintaesencia del mal humano, el que representan estos reyes de Israel y de Judá al desobedecer a Dios.
El hecho que hace que estos libros resulten siempre fascinantes para nosotros es que este reino de Israel es una imagen del reino que es nuestra propia vida. La nación de Israel fue especialmente elegida de entre las naciones para que representase la vida humana individual. Dios eligió a Israel, que no ocupó un lugar destacado ni obtuvo el favor de Dios gracias a sus propios esfuerzos, sino que fue Dios el que eligió a esta nación. Él fue quien la formó, la moldeó, y produjo una nación que habría de convertirse en una muestra para el mundo entero de lo que Dios está dispuesto a hacer en cualquier vida en particular. Al leer estos libros, nos encontraremos en el centro mismo de los problemas, de las bendiciones y de las posibilidades que se reflejan en estos libros de los reyes.
Desde el principio mismo hubo dos divisiones en la monarquía, algo que sucedió también bajo el reinado de David. Al principio de ocupar David el trono, durante los primeros siete años, solo fue rey de Judá, y no fue hasta después de haber transcurrido ese período de siete años que se convirtió en rey sobre ambas divisiones de la nación. La división entre las diez tribus en el norte y las dos tribus de Judá y Benjamin en el sur, donde estaba Jerusalén, existió desde el principio mismo. La intención es que fuese de este modo, pero debían estar todas bajo un solo rey, y son una representación de las divisiones en la vida humana. Todo el mundo sabe que existen dos divisiones evidentes en la vida humana. En primer lugar, tenemos el cuerpo, del que somos tan conscientes y que siempre llevamos con nosotros. Nos pasamos el tiempo cuidando de él, arreglándolo, vistiéndolo, pintándolo y quitándole la pintura, y haciendo todo cuanto podemos para que tenga un buen aspecto. Por desgracia, nos da la impresión de que nos pasamos una gran parte de la vida cuidando de nuestro cuerpo, pero claro que todo hombre es algo más que un cuerpo. Está también el alma, la parte invisible que contiene la personalidad y que ha desaparecido de un modo tan evidente cuando nos encontramos ante el vacío de un cadáver y la terrible tragedia de la muerte.
Estos dos reinos son una representación de las dos divisiones de la vida. Las diez tribus del norte representan el cuerpo, mientras que Judá y Benjamin, las dos tribus del sur, representan el alma. Fue en el reino del sur donde se encontraba la capital, es decir, Jerusalén; el templo estaba en esta ciudad, y Dios habitaba en él. Sabemos, por lo que nos dicen las Escrituras, que en la vida humana no solamente existen el cuerpo y el alma, sino que dentro del alma, y tan íntimamente relacionado con ella que solamente la Palabra de Dios puede dividir el alma y el espíritu, se encuentra la morada de Dios. Es ahí donde el Espíritu Santo reside al entrar en el corazón humano. Cuando esto sucede, el hombre es exactamente como Dios quería que fuese. Sin que el Espíritu Santo more en el espíritu humano, el hombre es solo un ejemplo incompleto de lo que debe ser, pero cuando el Espíritu Santo de Dios viene a morar en él, viene a ocupar Su lugar de residencia en el espíritu humano, que es el templo del cuerpo. El Nuevo Testamento nos presenta una imagen de ello cuando se nos dice que nuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo (1 Cor. 6:19). Si permitimos que el Espíritu de Dios more en nuestro espíritu humano, gobierna nuestra alma, pudiendo de ese modo amoldar y controlar el cuerpo y la vida exterior.
Este templo del Espíritu estaba en Jerusalén, y toda la adoración del reino debía tener lugar allí, no siendo nunca el propósito que se celebrase en ningún otro lugar. Dios había puesto su nombre en el templo de Jerusalén y, de la misma manera, en cada ser humano el espíritu humano ha de ser el templo, el lugar donde se celebra la alabanza. ¿Recuerda usted lo que el Señor Jesús le dijo a la mujer que estaba junto al pozo acerca de la naturaleza de Dios? "Dios es Espíritu, y los que le adoran [¿dónde?], en espíritu y en verdad es necesario que le adoren" (Juan 4:24). Él puede encontrar a muchos adoradores que le alaban con el alma, mediante una adoración que solo sale del alma y de los sentimientos, pero no está interesado en esta clase de adoración. El quiere que la adoración brote de la parte más profunda de la naturaleza humana, del espíritu, y el templo es la figura de este espíritu.
En su reino la voluntad es el rey, y nada puede suceder en su reino a menos que pase antes por la autoridad de su voluntad. Por lo tanto, lo que hace su voluntad es determinar cómo será su vida. Si usted se somete de buen grado y en obediencia a la influencia que produce el Espíritu Santo, que mora en su espíritu humano, es usted como el reino de David cuando andaba con Dios. La tierra florecía en abundancia y prosperidad, y la influencia de ese pequeño reino se extendió hasta los últimos rincones de la tierra; pero si, como muchos de los siguientes reyes, camina usted en desobediencia, si su voluntad se muestra desafiante y está en contra de las cosas de Dios, si rechaza usted Su soberanía y Su dominio sobre su vida, entonces la misma clase de invasiones malvadas que tuvieron lugar en el reino se producirán en su vida, y ya no tendrá usted fuerzas para rechazar las corrupciones internas que arruinarán e infringirán su pérdida en su vida y en las vidas de las personas sobre las cuales ejerza usted una influencia, por lo que el reino queda en ruinas.
Al seguir el curso de esta ruina nos damos cuenta de que Salomón, el hijo de David, introdujo el principio que fue el origen del deterioro del reino, enamorándose de la hija del faraón. No había nada de malo en que se enamorase, Dios lo aprueba, pero había algo decididamente malo en que se enamorase de la hija del faraón, que era el rey de todo Egipto, el mismo lugar del que Dios, en Su gracia y poder, redimió a Su pueblo. (Egipto representa siempre en las Escrituras una figura o una imagen del atractivo que tiene el mundo para el corazón humano.) Cuando Salomón llevó a la hija del faraón a su palacio, se abrió la puerta al establecimiento de alianzas con otras hermosas mujeres de las tribus de alrededor de Israel, y no tardó en tener a mil esposas y, juntamente con ellas, sus ídolos. El reino comenzó a deteriorarse bajo el reinado de Salomón, porque permitió que el mundo le sedujese y le fascinase, haciendo que su corazón se alejase del templo, donde debía haberse centrado su alabanza; y puede usted hallar un paralelismo con su propia vida.
A continuación Roboam, el hijo de Salomón, de hecho dividió el reino, de modo que las diez tribus del norte fueron separadas de las otras dos tribus y se estableció un reino aparte en el norte. Si el reino del norte es representativo, como he sugerido, del cuerpo del hombre, entonces cuando nuestro espíritu pierde la comunión con el Espíritu Santo en su interior, no pasa mucho tiempo antes de que el cuerpo comience a desintegrarse. La indulgencia de la carne domina, y a continuación empiezan a practicarse actos corporales inmorales, como nos dice el primer capítulo de Romanos.
A continuación vino Jeroboam, el hijo de Roboam. Fue Jeroboam el que introdujo este gran pecado por el que era conocido el reino del norte. Jeroboam colocó dos becerros en Betel y en Dan, a fin de convertirlos en centros de adoración. Recuerde que cuando los israelitas estaban junto al monte Sinaí y Moisés había subido a la cima de la montaña para recibir la ley, Aarón el sacerdote dirigió al pueblo en la construcción de un becerro de oro, que empezaron a adorar, y encima le llamaban Jehová (Éxodo 32:5). No quería decir eso que estuviesen negando a Jehová, su Dios, sino que le estaban representando falsamente en la figura de estos dos terneros de oro y dijo: "¡Aquí están tus dioses, oh Israel! Adorad aquí" (1 Reyes 12:28). Esto representa esa forma de santidad que niega el poder de Dios. Es una conformidad exterior con la fe cristiana, pero que carece de la respuesta interior del Espíritu. Es posible dar la impresión de ser un buen cristiano, de hecho hasta tal punto que pueda usted engañar a todo el mundo, menos a Dios. Puede usted asistir a la iglesia; puede ponerse de pie cuando lo hace todo el mundo, sentarse cuando lo hacen los demás, sujetar el himnario como es debido; puede usted inclinar su cabeza también como es debido y en el momento oportuno, pero interiormente no haber un espíritu de adoración. Esto es exactamente la imagen que se nos ofrece aquí sobre la adoración que introdujo Jeroboam, el hijo de Nabat, en el reino del norte.
A partir de ese momento estos dos reyes, David y Jeroboam, se convierten en los representantes de los dos principios espirituales que se siguen en los dos reinos y se convierten en la vara de medir de los reyes que les sucedieron. Leemos una y otra vez en estos libros acerca de un rey que o bien seguía en los caminos de David, su padre, sirviendo al Señor su Dios, derribando todos los ídolos y eliminando la adoración falsa y abominable en la que había caído Israel, o dicen que seguía los caminos de Jeroboam, hijo de Nabat, que fue el causante de que Israel se prostituyese tras los dioses que Jeroboam había establecido. En esos momentos no había en Israel, el reino del norte, reyes santos. No había más que una continua sucesión de reyes que asesinaban a sus predecesores con el fin de quedarse con el trono; pero de vez en cuando, intervenía Dios en Su gracia enviando a profetas, en un esfuerzo por detener la caída del reino del norte. En Judá, el reino del sur, había unos cuantos reyes santos, y estos reyes se destacan como luces en medio de la oscuridad, siendo los principales Josafat, Joás, Ezequías y Josías.
Durante todo ese tiempo de decadencia Dios realizó varios esfuerzos por acabar con la corrupción y la decadencia del reino, que dependían principalmente del ministerio de Elías y de Eliseo. Los libros de Reyes son especialmente notables por el ministerio de estos dos poderosos profetas de Dios. (Dios no le habló nunca a la nación por medio de un rey. Usó al rey para gobernar, para controlar y para administrar justicia. La vida y el carácter del reino eran el reflejo del carácter del rey.) Cuando Dios quería hablarle a la nación, enviaba a un profeta. Oseas, Amós, Joel, Isaías y Jeremías también fueron profetas que llevaron a cabo su ministerio en estos reinos, pero los únicos que aparecen en 1º y 2º de Reyes son Elías y Eliseo.
Elías tenía una fuerte personalidad; iba vistiendo un cinto de cuero y una tela de crin. ¡Cuán desaliñado y churretoso debía parecer! Era un personaje enérgico y duro. Se encontró una y otra vez cara a cara con el rey, con el propósito de transmitirle un mensaje de juicio, y su vida estuvo en peligro en muchas ocasiones, pero era un hombre fiel, y Dios le protegía. Nos encontramos con la maravillosa historia de cómo se halló ante cuatrocientos sacerdotes de Baal en la cima del monte Carmelo, y él solo desafió el poder de aquella abominable adoración en Israel (1 Reyes 18:20). Elías les desafió a someterse a una prueba para ver quién conseguía que descendiese fuego del cielo. En una escena realmente extraordinaria les ridiculizó mientras ellos se hacían cortes en sus cuerpos y gritaban a sus dioses para que enviasen fuego del cielo, diciéndoles: "¿Qué os pasa? ¿Dónde está vuestro dios? ¿Ha salido a comer? ¿Se ha ido de viaje? ¿Está durmiendo? ¿Por qué no os contesta?". Cuando se hubieron agotado, pidió a Jehová que descendiese fuego del cielo, que no solo destruyó el sacrificio, sino hasta el agua que habían derramado sobre él y hasta las mismísimas piedras del altar. Todo había sido arrasado, y él había conseguido un gran triunfo para Dios. Esa era la personalidad de Elías. Era principalmente el profeta de la ley. Su ministerio consistía en hacer que se manifestase el poder extraordinario de la ley ante la nación de Israel, para intentar despertar a la nación de su situación vergonzosa. Por lo tanto, el suyo era un ministerio de amor, de fuego y de juicio.
Cuando Elías fue transportado al cielo en un carro de fuego, su manto cayó sobre Eliseo. En contraste con Elías, el ministerio de Eliseo era un ministerio de gracia, de dulzura y de gloria por todo Israel. ¿A qué se debía esto? Si estudia usted lo que dice detenidamente, verá que estos dos hombres juntos son una figura del ministerio de Jesucristo. Cuando el Señor Jesús vino a Israel, fue durante un período de decadencia y de corrupción, como lo había sido cuando Elías vino a la nación. Herodes ocupaba el trono como vasallo de Roma. El puesto de sumo sacerdote había caído en mano de los saduceos (que eran los racionalistas de aquellos días), y habían convertido el templo en un lugar de corrupción y de comercio, y hasta la nación estaba pasando por tiempos sombríos y amargos. El ministerio del Señor Jesús en la Israel oficial estaba en un poder como de Elías. Comenzó Su ministerio limpiando el templo, haciendo un látigo de cuerdas y, con Su brazo desnudo y los ojos que despedían fuego (el dulce y sumiso Jesús), echó a los cambistas del templo, volcando sus mesas y tirando sus cosas al patio. Eso marcó además el final de Su ministerio con el juicio clamoroso de la Israel oficial.
Pero el ministerio de nuestro Señor, a nivel individual, era el ministerio llevado a cabo por Eliseo. Era el ministerio de la gracia, de una dulzura simpática, de una ternura compasiva y de una actitud de ayuda. Aquí tenemos otra interesante comparación, en el hecho de que Eliseo parece ser además una imagen del ministerio realizado por el Espíritu Santo en la iglesia después del día de Pentecostés, además de que el ministerio de Eliseo empezó con un hombre que asciende al cielo. El primer milagro que realizó representa el ministerio del Espíritu Santo, al echar sal al agua y endulzarla. El milagro relacionado con la sal y el del aceite que fluía constantemente, que es otro símbolo del Espíritu Santo, y el milagro del agua que apareció de repente sobre los campos resecos y yermos asolados del hambre, son todos ellos imágenes del Espíritu Santo. Estaba también el milagro de la resurrección, cuando murió un niño pequeño y resucitó de los muertos al poner Eliseo su vara sobre él y respirar sobre su cara, que no era la resucitación boca a boca sino una auténtica resurrección. Eliseo realizó milagros como la curación de la lepra, la alimentación de mil o más personas y la recuperación de la cabeza del hacha perdida, haciendo que flotase sobre la superficie del agua. Los milagros continuaron incluso después de que estuviese muerto y enterrado. Un grupo de hombres que estaban intentando disponer de un cadáver se vieron de repente sorprendidos por un grupo de bandidos. Echaron el cadáver en la sepultura de Eliseo, y cuando el cuerpo del hombre muerto tocó los huesos de Eliseo, el hombre volvió de nuevo a la vida. ¿Por qué? Todo esto representa el ministerio del Espíritu Santo en una vida decadente, intentando ganar de nuevo un corazón que se ha dejado arrastrar gradualmente por la ceguera y lo sombrío de la corrupción. Incluso cuando todo parece estar muerto y perdido para siempre, el Espíritu Santo puede transformar la muerte con solo tocarla.
El libro 2º de Reyes sigue el curso de la decadencia de estos reinos, y el primero de ellos es el de Israel, que es llevada cautiva a Asiria. Bajo el reinado de Salmanasar, el reino del norte es llevado a una cautividad total y definitiva, como leemos en el capítulo 17:
Jehová amonestó entonces a Israel y a Judá por medio de todos los profetas y de todos los videntes diciendo: "Volveos de vuestros malos caminos y guardad mis mandamientos y mis ordenanzas, conforme a todas las leyes que yo prescribí a vuestros padres y que os he enviado por medio de mis siervos los profetas". Pero ellos no obedecieron, sino que se obstinaron tanto como sus padres, los cuales no creyeron en Jehová, su Dios. Desecharon sus estatutos, el pacto que él había hecho con sus padres, y los testimonios que él les había prescrito, siguiendo en pos de vanidades y haciéndose vanos ellos mismos, por imitar a las naciones que estaban alrededor de ellos, aunque Jehová les había mandado que no obraran como ellas. Dejaron todos los mandamientos de Jehová, su Dios; se hicieron imágenes fundidas de dos becerros, y también imágenes de Asera; adoraron a todo el ejército de los cielos y sirvieron a Baal; hicieron pasar a sus hijos y a sus hijas por el fuego, se dieron a adivinaciones y agüeros, y se entregaron a hacer lo malo ante los ojos de Jehová, provocándo su ira. Por lo tanto, Jehová se enfureció tanto contra Israel, que los quitó delante de su rostro, y solo quedó la tribu de Judá. (2 Reyes 17:13-18)
¡Qué imagen nos ofrece esto de los malvados resultados que produce el pecado en la vida humana!, en particular en lo que se refiere a la vida exterior del cuerpo. ¿Se ha fijado usted alguna vez en esto? Hablamos acerca de las señales del pecado en la vida de una persona, y es asombroso lo pronto que estas señales comienzan a aparecer cuando se lleva una vida disoluta de libertinaje. No me estoy refiriendo, por supuesto, a las señales normales de la vejez, porque eso es algo que nos pasa a todos, incluso a los justos. Todos tenemos que pasar por la calvicie, las bifocales, los puentes en la boca, la barriga prominente y los callos, que no son más que señales normales de decadencia. A lo que me refiero es a las señales de vulgaridad y ordinariez que dejan su marca en el cuerpo de la persona cuando lleva una vida lujosa y disoluta, comiendo y bebiendo en exceso, y todas aquellas otras cosas que dejan su marca en el cuerpo. Lo primero que se estropea es el cuerpo, de la misma manera que Israel fue, en este caso, la primera en verse afectada.
La próxima fue Judá, de la que se frenó su decadencia durante un tiempo, gracias a la gloriosa vida de Ezequías, que surgió de en medio de aquella vida sombría. Su padre había sido un rey impío, y al ocupar su hijo el trono, también fue un rey impío, pero Ezequías había sido marcado por la gracia de Dios. El reino se encontraba en tal estado de decadencia, cuando llegó al trono, que lo primero que hizo fue limpiar el templo. Les llevó a los levitas, la tribu de los sacerdotes, dieciséis días limpiarlo de toda la basura y sacar los trastos que estaban en su interior, incluso antes de que pudiesen empezar a purificarlo para reanudar los cultos en él. Hasta ese punto había llegado la corrupción de la nación. Ezequías volvió además a introducir la Pascua, destruyendo la serpiente de bronce de gran tamaño, a la que había estado adorando el pueblo. Nos referimos a la misma serpiente que había usado Dios para su bendición cuando Moisés la levantó en el desierto (Números 21:8-9); pero Ezequías, con un fino sarcasmo, la llamó un pedazo de bronce y la destruyó, porque se había convertido en objeto de idolatría. Muchas cosas que han sido con anterioridad de bendición se convierten en ídolos si nos aferramos a ellos sencillamente por su valor sentimental.
La vida de Ezequías se vio milagrosamente prolongada cuando la sombra del reloj de sol se volvió atrás diez grados y se le permitió vivir quince años más. Sin embargo, durante esos quince años tuvo un hijo llamado Manasés, que se convirtió en el peor rey que jamás había tenido Judá. Manasés tuvo el más largo reinado de todos los reyes, reinando durante cincuenta y cinco años dedicados a la impiedad. Por lo que algunos han dicho que Ezequías es el hombre que vivió demasiado. Si hubiese aceptado la palabra del Señor acerca de su muerte, Israel se hubiese librado de las terribles cosas que sucedieron bajo el reinado de Manasés.
De modo que el reino se volvió decadente, y al final Judá fue llevada por Nabucodonosor a Babilonia, símbolo de corrupción y de profanación. Durante unos cuantos años el templo permaneció en Jerusalén, pero al final también fue desmantelado y quemado. Se derrumbaron las murallas de la ciudad, y todo el pueblo fue llevado en cautividad. El libro acaba con Sedequías, el último rey de Israel. Después de ser capturado por el rey de Babilonia, sus hijos fueron asesinados ante sus ojos y a él le sacaron los ojos; a continuación fue atado y llevado a Babilonia.
Sedequías fue el último rey que jamás tuvo Israel. Más adelante, en medio del tumulto y la tremenda confusión que se produjo en Jerusalén durante la semana de la Pascua, cuando fue crucificado nuestro Señor, Pilato ofreció su rey a la nación: "¡Aquí tenéis a vuestro Rey!", pero la multitud hablaba en serio al decir: "¡No tenemos más rey que César!" (Juan 19:14-15). Con todo y con eso, fue el gobernador César el que le enseñó a Israel una lección haciendo que Su título quedase inscrito sobre la cruz: "Jesús Nazareno, Rey de los judíos" (Juan 19:19). Esta pobre nación no volverá a conocer un momento de verdadera prosperidad y bendición, ni espiritual ni física, hasta que vea a Aquel al que traspasaron y le reconozcan como al Rey que les fue enviado en humildad, como había profetizado Zacarías (Zacarías 12:10).
¿Entiende usted ahora de qué se trata este libro? Es una imagen de una vida desperdiciada. Aquí tenemos una imagen de una persona que es cristiana, cuyo fundamento ha sido puesto por Jesucristo, pero que ha edificado sobre él con madera, paja y rastrojo. En lo más hondo de su corazón, en su voluntad, se ha negado a andar en obediencia a las cosas que le han sido reveladas por medio del Espíritu Santo que mora en el templo de su espíritu humano. Como resultado de ello, su vida se caracteriza cada vez más por la decadencia, la corrupción y la profanación. Comienza por el cuerpo y se adentra en la personalidad, y finalmente se quema el templo mismo. Pablo nos dice en 1ª de Corintios que a cada uno de nosotros nos espera el juicio de fuego, que pondrá la obra realizada de manifiesto, quemándose la madera, la paja y el rastrojo, aunque el creyente mismo se salve "aunque así como por fuego" (1 Cor. 3:13-15). Claro que toda la lección de 2º de Reyes es que eso no tiene por qué suceder. Dios está continuamente interrumpiendo nuestras vidas con la evidencia de Su gracia, e intenta detenernos en nuestros caminos obstinados y premeditados, pero tenemos libertad para seguir en ellos. Podemos continuar luchando por llegar a la cima, y tal vez ganarnos el aplauso y la aceptación del mundo que nos rodea, pero un día tendremos que aparecer desnudos delante de Aquel que nos ama y que se entregó por nosotros y al que le hemos negado el derecho a ser Dios en el templo de nuestro espíritu. Le hemos privado de Su herencia en los santos. En ese día, nos dice Juan, nos sentiremos avergonzados por Su venida. Que Dios conceda que la lección que enseñan estos libros pueda dar su fruto en nuestros corazones.
Oración
Padre nuestro, sabemos que esto ha sido escrito no simplemente para que lo disfrutemos, ni para que nos sorprendamos, sino más bien para nuestra enseñanza. Todas estas cosas fueron escritas para que nos podamos ver a nosotros mismos y, al hacerlo, nos amoldemos al Espíritu Santo en nuestro interior, que hace que nuestro reino florezca en abundancia, en victoria, en prosperidad, en gozo, en paz y bendición. En el nombre de Cristo, amén.