Someteos unos a otros en el temor de Dios. (Efesios 5:21)
He aquí la solución divina al problema del conflicto entre individuos, esas áreas de fricción donde la vida escuece, y las feas llagas de la violencia y el conflicto brotan a menudo. La solución consiste en el reconocimiento de dos factores muy poderosos y transformadores, los cuales, si son reconocidos en cualquier situación de conflicto y puestos en práctica, resolverán ese conflicto. En nuestro mensaje anterior intentamos retarnos a nosotros mismos a tomarnos esto muy en serio.
Esos dos factores, acuérdate, eran estos: Primero, la vida está construida de tal manera que no podemos conseguir realizarnos sin que otra persona esté involucrada. No estamos hechos para satisfacernos a nosotros mismos. Aunque cada uno de nosotros tiene dentro de sí un ansia de realizarse y de encontrar satisfacción, cometemos un muy grave y serio error si pensamos que podemos hacer eso sin contar con interactuar y relacionarnos con otra persona. Es este asunto de las relaciones humanas el que el apóstol está tomando ahora en Efesios 5, las relaciones de maridos y mujeres, de padres e hijos, y de empresas con empleados. Necesitamos estas relaciones vitalmente. La vida está hecha de esta forma. Uno de los misterios fundamentales de la vida es que no podemos conseguir nuestra propia satisfacción si intentamos hacerlo, sino que solo podemos conseguirlo si buscamos lograr, no nuestros propios beneficios, sino los beneficios de otro. Es por esto que Pablo dice: “Someteos unos a otros en el temor de Dios”.
El segundo factor, que hace el primero posible, es que solo puedes someterte a ti mismo cuando ves un tercer partido presente en cada situación: el Señor Jesucristo. Es, por tanto, no un caso de “tú contra mí” o “yo contra ti”, sino que es un caso de Cristo estando presente. En el caso de un cristiano, el gran asunto es el asunto de mi relación con Él, y mi obediencia a Su palabra y a Su voluntad. Esto toca el asunto de la motivación. Nunca puedo someterme a otro si es un caso de “tú contra mí,” o “yo contra ti,” ya que entonces, como vimos la semana pasada, mi orgullo viene al frente, y me vuelvo terco y racionalizo mi posición y me justifico a mí mismo, y así el conflicto se perpetúa. Pero cuando vemos que es un asunto de amor obediente a Aquel que primero nos amó y se dio a Sí mismo por nosotros, y quien ahora vive en nosotros como Señor, nuestro Dios, esto entonces se vuelve la relación principal, y es más fácil, mucho más fácil, el renunciar a nuestros derechos imaginarios para que podamos ser obedientes a lo que está primero: nuestra relación con Cristo. Así que el apóstol resume todo en esa maravillosa declaración concisa: “Someteos unos a otros en el temor de Dios” (Efesios 5:21).
Ahora Pablo aplica esto a relaciones específicas, y la primera que toma es la de maridos y mujeres. No hay ninguna área de la vida en la cual el conflicto esté más extendido que en esta. La batalla más vieja de todos los tiempos es la batalla de los sexos. La guerra más larga entablada es la guerra que ocurre entre maridos y mujeres. Solo necesitamos recordarnos a nosotros mismos que hace solo unos pocos meses atrás los periódicos nos informaron que en el condado de San Mateo hay cada año más divorcios que bodas. En el condado de Santa Clara es casi igual de malo. Esta estadística apunta al hecho de que el matrimonio es la mayor área de conflicto entre seres humanos, sobrepasando con mucho las estadísticas de guerra.
Ahora bien, reconozco inmediatamente que esta área de conflicto es mucho menor entre cristianos. Ciertamente las estadísticas de divorcio son menores. Pero incluso en los hogares cristianos el grado de riñas, discusiones, frialdad, amargura e incluso violencia al que se enfrenta por cualquier consejero matrimonial es simplemente increíble. En ninguna otra área de nuestra vida nacional o familiar estamos en más desesperada necesidad de ayuda que en esta área de conflicto entre maridos y mujeres. La atmósfera en muchos hogares cristianos no es mucho mejor que la de una tregua armada. Os digo, por lo tanto, que no hay nada más importante que el que oír estas iluminadoras palabras del apóstol al aplicar esta tremenda fórmula para la paz: “Someteos unos a otros en el temor de Dios”, a esta relación específica de maridos y mujeres. Pablo comienza con las mujeres en el versículo 22:
Las casadas estén sujetas a sus propios maridos, como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la iglesia, la cual es su cuerpo, y él es su Salvador. Así que, como la iglesia está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en todo. (Efesios 5:22-24)
Debemos recordar que esto es una aplicación del principio general. El sometimiento, por lo tanto, no es meramente de parte de uno solo, sino que, en el caso de los maridos y las mujeres cristianos, ha de ser hecho por ambos. El marido ha de someterse a la mujer tanto como la mujer al marido. El método será distinto de acuerdo al sexo, pero el principio es el mismo para cada uno. Nos haría bien tener esto en mente. Lo que el apóstol continuará explicándonos es exactamente lo que esto significa para cada uno de nosotros. ¿Cómo se somete la mujer al marido, y como lo hace el marido, por otro lado, sometiéndose a sí mismo a la mujer, por temor a Dios?
Con la mujer simplemente repite la palabra que ha utilizado: “Las casadas estén sujetas a sus propios maridos, como al Señor”. Esto claramente implicaría que, para la mujer, el significado básico de la palabra se aplica a ella. El significado básico de la palabra sujetas (o sumisas en algunas otras versiones) es “mantenerse a uno mismo por debajo”, “ponerse uno mismo bajo la autoridad de”, o, como lo traducen algunas versiones: “adaptarse”, “ajustarse uno mismo a la autoridad o voluntad de otro”. El apóstol le está diciendo a la mujer: “Adáptate a tu propio marido; ajústate a él”.
Esto es el cumplimiento de la palabra inicial del Creador cuando le dijo a la mujer que ella debía de ser una “ayuda idónea para él” (Génesis 2:20). Ella no ha de ser su rival, ni, mucho menos, su esclava, sino su ayuda dispuesta y leal para llevar a cabo sus objetivos y metas. No es al revés. Dios nunca planeó que el hombre cumpliera los objetivos y metas de su mujer. Es al contrario. Ella ha de ser su ayuda idónea y su compañera en lo que él, bajo Dios, está guiado a hacer en la vida. La mujer está hecha esencialmente para ser una seguidora. Toda la naturaleza y todas las Escrituras confirman esto. Es en este papel que la mujer encuentra realización. El apóstol conecta esto inmediatamente con la razón para tal sumisión:
Las casadas estén sujetas a sus propios maridos, como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la iglesia, la cual es su cuerpo, y él es su Salvador. (Efesios 5:22-23)
La frase clave aquí es “como al Señor”. La mujer está sujeta a su marido, no porque el marido sea una criatura tan maravillosa, sino porque ella tiene una relación previa y primordial con su Señor. La frase “como al Señor” no significa que la mujer ha de alabar a su marido como si él fuera el Señor. (¡A pesar del hecho de que muchas novias han servido una ofrenda quemada frente a su marido!) Significa que ha de ceder ante su marido, y tal ceder complace al Señor. Significa que su relación principal no es con su marido, sino con su Señor. Lo que le pide es que se entregue a sí misma a la voluntad y los objetivos de su marido.
Una mujer cristiana me escribió hace un tiempo, preguntando en cuanto a este pasaje: “¿Significaría esto que la sumisión a mi marido es un tipo de evaluación o medida del grado al cual estoy sometida a Cristo?”. Esto es exactamente eso. La sumisión de una mujer a su marido en las áreas apropiadas de su autoridad es precisamente la evaluación de su sumisión a Cristo. Esta mujer continúa escribiendo, con mucha perspicacia:
Me doy cuenta que mi sumisión a mi marido no es mi regalo a él, para que lo reciba agradecidamente de su parte, ni para que sea devuelto del mismo modo. Ni es una sutil forma de chantaje. (¿Viste como de sumisa fui en esta circunstancia, Señor? ¡Ahora a ver si veo los resultados!) De hecho si estuviera sometiéndome a él como al Señor no me importaría cuáles fueran los resultados; ese es su asunto. En realidad, una mujer no es nunca más libre para ser ella misma que cuando está gozosamente sometiéndose a la autoridad de su marido. ¡Qué alivio es ser libre para ser aquello para lo que fui hecha!
He ahí una mujer que ha captado la plena intención de su palabra dirigida a la mujer: “Las casadas estén sujetas a sus propios maridos, porque el marido es la cabeza de la mujer”. Es todo un asunto de jefatura, y la jefatura significa autoridad. Hay otras jefaturas mencionadas en las Escrituras. En la carta de Pablo a los corintios, escribe estas iluminadoras palabras: “Pero quiero que sepáis que Cristo es la cabeza de todo varón, y el varón es la cabeza de la mujer, y Dios es la cabeza de Cristo” (1 Corintios 11:3).
Si quieres entender lo que significa para el hombre ser la cabeza de la mujer, entonces analiza lo que significa para Dios ser la cabeza de Cristo: “Dios es la cabeza de Cristo”. Si buscas las Escrituras que describen al Señor Jesús en Su relación con Su Padre según andaba en la tierra, descubrirás que hay cuatro elementos implicados en la jefatura del Padre.
Hay, primero, identidad. Jesús dijo en una ocasión: “El Padre y yo uno somos” (Juan 10:30). Las Escrituras también dicen que, cuando un hombre y una mujer están casados, se vuelven “una sola carne” (Génesis 2:24, Mateo 19:5-6, Marcos 10:7-8). Hay una identidad de persona que está implicada en todo el asunto de la jefatura. El Señor Jesús, en otra ocasión, dijo: “Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo” (Juan 5:17), o sea, cooperamos juntos. En el área del trabajo, la jefatura obviamente conlleva cooperación mutua. Así que el marido y la mujer han de cooperar. Luego hay otros pasajes donde el Señor Jesús dice de Su Padre: “antes honro a mi Padre” (Juan 8:49) y “mi Padre es el que me glorifica” (Juan 8:54). Hay un compartir mutuo de honor que indica de nuevo lo que significa la jefatura. Finalmente, hay un pasaje donde el Señor dice: “el Padre mayor es que yo” (Juan 14:28). En palabras llenas de misterio sugiere que, a pesar de la identidad de persona, hay una diferencia de autoridad, ya que dice: “yo hago siempre lo que le agrada”(Juan 8:29).
Así que ahí tenemos la jefatura interpretada para nosotros: identidad en cuanto a la naturaleza, cooperación en cuanto al trabajo, honor en cuanto a la persona y sumisión en cuanto a decisiones finales. Eso es la jefatura. Eso es lo que debería de significar para una mujer estar sumisa a su marido. Al llegar a este punto, las mujeres dicen: “¿Hasta dónde debería de llevar esto? ¡No conoces al bruto con el que vivo!”. Las Escrituras contestan esto con una sola frase: “Así que, como la iglesia está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en todo”. ¡Bueno, yo no escribí eso; lo escribió el apóstol Pablo! Lo escribió inspirado por el Espíritu Santo, y lo dice en serio: “en todo”.
Apenas necesita decirse que esto excluye la maldad moral. Ningún marido tiene el derecho de pedirle a su mujer algo que sea moralmente malo. Esto siempre se da por sentado como excluido de las admoniciones tales como estas en las Escrituras. Pero en todas las demás áreas de la vida la mujer ha de permitir que el marido tome las decisiones finales. Hay bastante indicación en otros sitios de que el marido ha de esperar y ha de animar a su mujer a expresar sus deseos, a expresar su punto de vista, o a argüir el tema, y a decir lo que siente que es el camino apropiado, ya que de otra forma, ¿cómo puede ser una ayuda a su marido? Pero en la decisión final ha de honrar su decisión. Esto es esencialmente lo que significa: “en todo”. Ahora el apóstol muestra la relación de la iglesia de Cristo como el ejemplo:
Así que, como la iglesia está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en todo. (Efesios 5:24)
Inmediatamente puedo ver un destello en los ojos de algunas esposas que dicen: “¡Exactamente! ¿Y cómo está la iglesia sujeta a Cristo? ¡En tantos casos es muy rebelde, y, si esta es la forma en la que debemos de estar sujetos, entonces, lo haré encantada!”. Pero es obvio que el apóstol no tiene en mente la sujeción real de la iglesia a Cristo, sino la sujeción ideal. ¿Cómo quiere estar la iglesia sujeta a Cristo?
Quizás la mejor explicación que tenemos está en los himnarios. La Biblia es la Palabra del Señor a la iglesia, el himnario es la palabra de la iglesia para el Señor. Si leemos nuestros himnos veremos reflejadas las hambres y los deseos de la iglesia de estar sujeta a su Señor. Sugiero, por lo tanto, que quizás sea útil para las esposas que tomen esos himnos y se los apliquen a su propia relación con sus maridos. No, por supuesto, en el sentido de adoración, como ya he sugerido, sino en el asunto de sumisión. La próxima vez que tú, como esposa, tengas dificultad aceptando la decisión final de tu marido, quizás te haría bien ir cantando por la casa: “Iré a donde quieras que vaya, mi querido, haré lo que quieras que haga”. “Haz lo que quieras de mí, mi amor”. “Eres guía de mi vida, ya no hay nada que temer”.
Bueno, hay algunas canciones que nunca deberías cantar, como “Suene el grito de guerra” o “La lucha ha comenzado”, pero la mayoría del himnario refleja esta admonición del apóstol. Ahora Pablo se dirige a los maridos:
Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviera mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuera santa y sin mancha. Así también los maridos deben amar a sus mujeres como a sus mismos cuerpos. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama, pues nadie odió jamás a su propio cuerpo, sino que lo sustenta y lo cuida, como también Cristo a la iglesia, porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos. Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y los dos serán una sola carne. Grande es este misterio, pero yo me refiero a Cristo y a la iglesia. (Efesios 5:25-32)
Todo está dicho en una sola frase: “Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia”. El resto es una aclaración de eso. Quizás no hay ninguna palabra en nuestro lenguaje moderno que necesite más interpretación que esta palabra amor. Es grave que se use incorrectamente para describir todo, desde la pasión sexual sórdida a la emoción patriótica. Pero aquí se define para nosotros en una frase muy iluminadora que se yuxtapone a ella. El apóstol no dice solo: “Amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la iglesia”, sino que continúa describiendo lo que es el amor: “… y se entregó a sí mismo por ella”. ¡Eso es el amor! Es así como el marido ha de sujetarse a su mujer. Se da a sí mismo por ella. No significa que ha de ceder ante ella, ya que ese es el papel de la mujer hacia su marido. Si hiciera eso estaría sometiéndose a la mujer del modo en que la mujer ha de someterse a su marido. Pero su forma de sumisión es distinta. No es la de ceder, sino la de darse, darse a sí mismo por su mujer. Ningún marido está cumpliendo su papel en el matrimonio hasta que no aprende a darse a sí mismo por su mujer, abrir su corazón a ella, compartir sus emociones y sus sueños, sus pensamientos y sus desilusiones, sus gozos, para revelarse plenamente a su mujer. Y no hay nada que haga más feliz a una mujer que saber que es plenamente partícipe en la vida de su marido. Eso la satisface, y le satisface a él.
Ahora bien, como en el caso de la mujer, el apóstol nos muestra el ejemplo de Cristo. “Amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia y se entregó a sí mismo por ella”. Su entrega misma fue deliberada y resuelta. Nuestro Señor no se dio a sí mismo por la iglesia sin ciertos objetivos en mente, y esos propósitos son triples. El apóstol los enumera para nosotros, para que podamos ver los paralelos y entender lo que significa que el marido se dé a sí mismo por su mujer. Dice que el Señor Jesús se dio a Sí mismo por la iglesia. Primero, para que pueda santificarla; segundo, para que pueda presentarse a Sí mismo una iglesia gloriosa; y tercero, para que pueda cumplir el misterio de Su propio ser, como se sugiere en el versículo 30: “porque somos miembros de su cuerpo”. Estas mismas metas se aplican a la relación del marido y la mujer.
El marido ha de darse a sí mismo por su mujer, para que pueda santificarla. Bueno, ¿qué significa eso? Básicamente, como hemos visto en otros mensajes, la palabra santificar significa “poner a su uso apropiado”. Ya os he recordado que cualquier cosa puede ser santificada. Esta no es una palabra religiosa. Estoy santificando este púlpito al usarlo para el propósito para el cual fue planeado. Estáis santificando esas sillas sobre las que estáis sentados. El órgano fue santificado hace unos momentos al ser tocado por el organista. El piano, también, fue así mismo santificado. Cualquier cosa que sea utilizada apropiadamente es santificada, y eso es lo que la palabra significa aquí.
El Señor Jesús se dio a Sí mismo en la cruz para que toda la iglesia, aquellos que fueran redimidos por Su gracia, pueda ponerse a su uso apropiado, para el cual Dios planeó que el hombre y la mujer pudieran ser llamados de nuevo a la función y propósito original de su humanidad. Esta es también la meta del marido. Ha de darse a sí mismo por la mujer, para que ella pueda cumplir su femineidad, su propósito.
Bueno, debe saber cuál es ese propósito. Por eso el apóstol Pedro, en su pasaje paralelo a este dice: “Vosotros, maridos, igualmente, vivid con ellas sabiamente” (1 Pedro 3:7a), no de acuerdo a conjeturas, no de acuerdo a un sentimiento presente, sino de acuerdo a la sabiduría de lo que la mujer ha de ser.
Dejadme compartir con vosotros hombres un gran secreto. Es algo que aprendí de las Escrituras, ya que nunca lo hubiera aprendido de la vida, aunque la vida lo confirma: Las mujeres no pueden entenderse a sí mismas; sólo los hombres pueden entender a las mujeres. Ah, pero señoras, no se sientan mal. Los hombres tampoco pueden comprenderse a sí mismos; sólo las mujeres pueden. ¡Cuán a menudo nos damos cuenta de que nuestras parejas nos conocen mejor que nosotros mismos! Así que el hombre ha de darse a sí mismo para que la mujer pueda cumplir su feminidad. El propósito de la feminidad es doble:
Primero, ha de ser una ayuda para su marido. Pero es imposible para alguien ayudarte a menos que le dejes. Si un marido excluye a su mujer de su pensar, ella no puede ser su compañera, no puede ser su ayuda. En el nivel más profundo de su ser sentirá que está siendo privada de aquello para lo que fue hecha. Eso es lo que crea esa inquietud desasosegada y a veces la perversidad de mujer que frecuentemente desconcierta a tantos maridos. Cuando las mujeres muestran estas actitudes, es usualmente porque el marido está denegando a su mujer su derecho de ser una mujer y la oportunidad de cumplir su feminidad. Ella ha de ser su ayuda.
Segundo, ella ha de aportar belleza a su vida. Para eso son las mujeres. Por eso son mucho más bellas que el hombre. Ellas están hechas para aportar belleza a cada nivel, no solo belleza de forma, sino de espíritu también. Por eso, de nuevo, Pedro dice que la mujer debería buscar ese “espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios” (1 Pedro 3:4b). Eso es lo que la mujer puede aportar como nadie a la vida. Pero es el marido quien abre la puerta de oportunidad para que la mujer haga esto al compartirse a sí mismo con ella.
Fíjate que el apóstol muestra que el instrumento por el cual el Señor santificó a la iglesia fue la Palabra: “en el lavamiento del agua por la palabra”. Por la Palabra de Dios, al hablar a la iglesia, al decirle cosas, al abrir sus ojos al entendimiento de la realidad; esa es la forma que el Señor santifica a la iglesia: “y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Juan 8:32) de ser lo que deberías ser. Lo mismo es cierto en la relación del marido y la mujer. Es el marido hablándole a la mujer el que hace posible que cumpla su papel como ayudadora y embellecedora. Él debe, por tanto, darse a sí mismo en este sentido, compartir con ella, discutir con ella, hablarle sobre cosas. Aunque haya obstáculos a la comunicación, debe de encontrar la solución, ya que su responsabilidad es abrirse y compartir con ella.
Leí una vez de un juez en un divorcio que le dijo al marido: “¿Quieres decirme que lo que tu mujer está diciendo es cierto, que de hecho no le has hablado en dos años?”. El hombre dijo: “Sí, señor”. El juez dijo: “¿Por qué es eso?”. Contestó: “¡No quería interrumpirla!”. Sospecho más bien que una mujer que habla como si estuviera en un maratón de palabras está intentando llenar un gran vacío en su vida. En el versículo 27, tenemos la segunda razón por la cual el Señor se dio a Sí mismo por la iglesia:
… a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviera mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuera santa y sin mancha. (Efesios 5:27)
Esto coincide con lo que el apóstol Pedro nos recuerda: “dando honor a la mujer como a vaso más frágil” (1 Pedro 3:7). El marido debe encontrar formas por las cuales honre a su mujer, la glorifique, la exalte en el círculo de familia, y en su propio pensar. Este es su papel, su tarea en el matrimonio: el darse a sí mismo hasta el final para que su mujer pueda ser honrada, no sólo en el círculo de familia, sino en el exterior también. Requiere, sobre todo, que le muestre simple cortesía.
Oí recientemente de un camionero que tenía una esposa a la que se pedía que rellenara algún tipo de formulario. Como ocupación, escribió “mujer de casa”, y él objetó. Dijo: “No eres mujer de casa, eres mi mujer”. Eso contribuyó en gran parte a su relación en ese matrimonio.
Mira la cara de una mujer que es amada por su marido y verás una gloria ahí que no puede ser igualada. Una mujer honrada culmina la feminidad. Para llevarlo a cabo, los maridos deberían ser infaliblemente corteses con sus mujeres. Siempre somos corteses con aquellos que buscamos honrar. Significa evitar el sarcasmo o el lenguaje despectivo, y evitar el criticismo, al menos el criticismo amargo o injustificado. No significa que no pueda haber una discusión de diferencias, o que no saquemos a relucir los asuntos que necesitan ser traídos a la atención, pero sí significa evitar cualquier indicio de aquello que traería desgracia o que deshonra o degrada a la mujer de cualquier forma.
La tercera razón por la cual Cristo se dio a Sí mismo por la iglesia fue para poder llevar a cabo el misterio de Su propio ser. Eso es descrito en una sección más amplia como el misterio de ser miembros de Su cuerpo. El apóstol dice: “Así también los maridos deben amar a sus mujeres como a sus mismos cuerpos. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama, pues nadie odió jamás a su propio cuerpo, sino que lo sustenta y lo cuida”. Así pues, de nuevo presenta el ejemplo de Cristo. Cristo hizo esto. Nos ama y continuamente se da por nosotros, porque no lo puede evitar; somos parte de Él; le pertenecemos. Nosotros que somos cristianos somos parte de Su cuerpo en este misterio, este increíble misterio de vida. Para confirmarlo, el apóstol cita un versículo del primer capítulo de Génesis:
Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y los dos serán una sola carne. (Efesios 5:31)
Eso no es simplemente bello lenguaje. Hay una realidad básica y fundamental tras esto: El marido y la mujer no son sólo dos personas viviendo juntas. Sus vidas de hecho se mezclan. De hecho se vuelven uno. Es, por tanto, cierto que lo que le hace daño a la mujer, le hace daño al marido. No se puede evitar que sea así. Si él es amargo con ella, esa amargura será como un cáncer que consume su propia vida y corazón. Por eso, si tienes una pelea con tu mujer, quizás te encuentres incapaz de trabajar apropiadamente ese día. Esto funciona en relación a la mujer hacia el marido también. Son una sola carne.
En el útil libro del Dr. Henry Brandt, The Struggle For Peace (La lucha por la paz), cuenta de una mujer que vino a él porque tenía mucho miedo de entrar en los supermercados. Tenía un miedo enorme cuando entraba en un supermercado. Acudió a él a por ayuda para este problema, y él se apoyó, como siempre lo hace, en la sabiduría de las Escrituras. Acordándose del versículo: “el perfecto amor echa fuera todo temor” (1 Juan 4:18b), comenzó a buscar un quebrantamiento del amor en su vida, ya que el temor viene cuando hay algo inhibiendo el fluir del amor. Le dijo: “¿Con quién estás enfadada?”. Finalmente pudo darse cuenta que estaba enfada con su marido por un incidente que había ocurrido hacía años en un supermercado, cuando ellos habían tenido un arrebato de ira desagradable. Como resultado, estaba emocionalmente trastornada cuando iba al supermercado. Cuando trató con la falta de amor, su miedo desapareció. Lo que ocurrió, a causa de su rabia hacia él, revirtió directamente sobre ella misma.
Esto también es cierto del marido hacia la mujer. Si entendiéramos esto y nos diéramos cuenta de que dañar a nuestra pareja es lo mismo que tomar un martillo y pegarnos a nosotros mismos en la cabeza, o descuidar alguna parte de nuestro propio cuerpo, entonces dejaríamos de hacernos daño el uno al otro. El daño a nuestra pareja acaba regresando a nosotros en algún daño físico, del alma o espiritual. El punto final que el apóstol remarca aquí se da en el versículo 33:
Por lo demás, cada uno de vosotros ame también a su mujer como a sí mismo; y la mujer respete a su marido. (Efesios 5:33)
Fíjate que describe esto en base a que cada persona en la relación del matrimonio cumpla su responsabilidad con Cristo, sin importar lo que haga la otra persona. Esa es la clave. No es: “esperaré hasta que comience a amarme, y entonces me someteré a él”, o “esperaré hasta que ella comience a someterse a mí, y entonces la querré”, sino que es esencial a tu responsabilidad frente a Cristo, sin importar lo que haga la otra persona. El hacerlo así rompe el círculo vicioso del conflicto matrimonial, y sirve para restaurar la paz y permitir que el otro cumpla su responsabilidad.
He visto tal obediencia unilateral hacer maravillas en las relaciones de matrimonio. Los maridos y las mujeres se han unido; la armonía ha sido restaurada en hogares amargamente divididos; la gracia y la paz reina donde ha habido batalla, conflicto, violencia y fealdad antes. Por lo tanto, maridos, amad a vuestras mujeres como a vosotros mismos, y que las mujeres respeten a sus maridos.
Oración:
Padre nuestro, deja que estas palabras sean luz en nuestros corazones y vidas por el entendimiento del Espíritu. Que nos dediquemos a pensar en estas cosas y a usarlas en la práctica de nuestras vidas. ¿Qué bien puede hacer entenderlas aquí en este sitio de reunión, pero negarnos a ponerlas en práctica la próxima vez que ocurra el conflicto? Que Dios nos dé la voluntad y la gracia para ser obedientes al Señor Jesús, quien está con nosotros en cada circunstancia y en cada relación de nuestra vida, sin importar lo que haga la otra persona. Lo pedimos en Su nombre. Amén.